Del 11 al 13

Testimonios y grandes historias mínimas de abril 2002. Autor-compilador: José Roberto Duque. Publicado en abril de 2007 por el Fondo Editorial Fundarte. Léalo, imprímalo y compártalo libremente, pero por favor no lo comercialice. La cultura es un espacio para la libertad, y la libertad se disfruta mejor con responsabilidad

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Del 11 al 13
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miércoles, 25 de marzo de 2009

Va el libro

Dedicatoria y agradecimientos


Vaya mi gratitud a quienes aceptaron hacer públicos sus testimonios, y especialmente al Colectivo El Cayapo (Freddy, Ramón y Juan Manuel Mendoza), compiladores de dos de ellos; a Edgar Márquez, el colectivo Caribes de Itagua (La Vega); a Jesús Arteaga y a Gabriela Ibarra, quienes me prestaron su capacidad para recordar en estos días de amnesia, y a Camila Miranda, gracias a cuya situación de entonces (cinco meses en el vientre materno) no perpetramos sus padres y yo mayores irresponsabilidades en las calles de abril. Martillo, pues.
Para Alicia Centeno.


Textos:

Un homenaje a la intuición…………………………………..

Luis Morín: Medio siglo de luchas…………..………….………

Alicia Cortés: El hijo desobediente………….………….………

Leo Campos: Fuimos carne de cañón……….………….………

Edgar Márquez: Balas y hospitales………….…………….

Colectivo El Cayapo: Comunicadora social………….………….

Jhonny Moreno: Resistencia sobre ruedas………….………….

Marcela y Gloria: La herencia………….………….………….

Argenis: Un pistolero………….………….………….………….

Jesús Arteaga: Esperanza por todas partes (I)………….……

JRD – Compilador: Esperanza por todas partes (II)………….……

Carlos Ceballos: El pueblo a la vanguardia,

los dirigentes a la espera………….………….………….………….

Jesús Paiva: País decente o muerte………….………….………….

Ramón Sánchez: Los niños de la patria nueva………….………….



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Introducción

Un homenaje a la intuición

Contra lo que insinúa el título de este libro, las historias aquí contenidas no comienzan el 11 ni terminan el 13 de abril de 2002. Pueden interpretar ese título como un ardid publicitario y por lo tanto un poco tramposo, pero tengo una coartada: es ley básica del curso de la humanidad el que nada comienza de pronto y nada muere sin avisar. Lo que sucedió el 11 tuvo causas y el desenlace del 13 tiene consecuencias. Las personas, así como los países y sus procesos, tienen un largo pasado, y éste está sembrado de hitos tan lejanos y rebuscados que pueden parecer casualidades.

Ejemplo práctico: usted no está leyendo estas líneas gracias exclusivamente a los alzamientos del 92, el triunfo del 98 y las diversas conspiraciones de la derecha. Para que usted se encuentre hoy en este trance, un camionero nacido en Mérida tuvo que desviarse de su camino un día lluvioso de 1957, y arribar sin proponérselo a una población del Guárico que no había visitado jamás (San José de Guaribe). Necesitado de información para retomar la ruta, de un café y probablemente también de cariño, se fijó en una india maravillosa que con el tiempo le dio varios hijos. El último de ellos pasó por una cantidad incalculable de eventos tan azarosos como ese, antes de ser llamado por Fundarte para que escribiera un libro de testimonios sobre la gesta popular de 2002. El 11 de abril no comenzó ese día que indica el calendario sino mucho antes, probablemente en el mástil de alguna de las carabelas.

El testimonio más antiguo que encontraremos en las páginas que siguen habla del adolescente que era en 1956 Luis Emilio Morín, un caballero que le ha pasado por el mero centro a nuestro huracán social y político desde entonces hasta nuestros días. El más reciente habla de una renuncia tardía: el periodista Leo Felipe Campos abandonando a toda carrera una empresa (RCTV) de la cual estaba hastiado, en enero de 2003.

Resulta obvio que abril de 2002 fue un episodio muy importante (tal vez el más importante, pero al fin y al cabo uno más) dentro esa larga cadena que es nuestro Proceso, la cual se remonta, según nos hemos acostumbrado a aceptar, al momento en que los europeos decidieron colonizar estos parajes.

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Algunos tropiezos tuvo la recolección de información y luego el ensamblaje escrito de este libro. Uno de ellos es de orden discursivo y resultó en una lección inolvidable: a pesar de que a los testimoniantes se les consultó casi exclusivamente sobre lo que hicieron, lo que vivieron y sintieron desde sí mismos, desde el pellejo propio que han de comerse los gusanos, a ninguno se le escapó la otra dimensión de los hechos, ese algo que fluía más “arriba” mientras el pueblo se agolpaba en Llaguno, Fuerte Tiuna o Miraflores: todos se dedicaron, en algún momento, a hablar de la historia “macro”, del papel de los militares, de la traición, de la intervención del imperio, del “golpe mediático”. Al principio lo asumí con preocupación, pues un libro que pretende registrar ese movimiento telúrico llamado pueblo no debería terminar lleno de loas y alabanzas a Chávez, Baduel y un par de ministros. Pero luego comprendí de qué se trataba: ese otorgarle créditos a la historia grande en desmedro de las historias menores no tenía origen en la excesiva adoración del héroe sino en la pura intuición histórica, ese guiño formidable del inconsciente colectivo que aquí se activó para reconocer, no de forma calculada o ensayada sino debido a cierto impulso secreto de la sangre, que quien rescató al Presidente no fue el soberano sino una acción combinada de pueblo, Fuerza Armada y descomposición moral del enemigo.

Otra peculiaridad que noté a lo largo de todas aquellas conversas es que a todos los compatriotas entrevistados se les borró el día 12 de abril. A todos, y eso me incluye; tengo la sospecha de que nos sucedió, si no a todos, al menos a buena parte de los venezolanos. Lo recordamos debido a percances suficientemente dramáticos (la autocoronación de Carmona, el asedio y agresión contra Rodríguez Chacín y Tarek William Saab, la turba sifrina frente a la embajada de Cuba), pero en un primer momento no recordamos qué hicimos, dónde estábamos. Todos los testimoniantes, al hacer el ejercicio de organización cronológica de aquellos días, confundieron el momento de la defensa de Miraflores con la jornada en que la misma multitud esperó el regreso del Presidente.

El otro escollo fue la excesiva uniformidad de los testimonios, pues estos fueron bastante parecidos entre sí: los preparativos, la llegada a Miraflores, la violencia, la retirada, la resistencia en las calles y después el júbilo. Fue preciso más de un forcejeo, más de una terapia de relajamiento con el protagonista para excitar la memoria y hacerlo dar con detalles olvidados. Si no se relaja, Alicia no hubiera recordado las palabras mágicas de su menor hijo, a quien oyó hablar por primera vez en su vida como un adulto, justo el 11 de abril; si no es frente a un inofensivo café y hablando en confianza, Jesús Arteaga no hubiera rescatado el momento horrendo en que escuchó a una periodista celebrar que el 12 Venezuela entraba en una etapa de libertad; si no le pido que deje de hablar como un locutor, el pana Carlos Ceballos no me hubiese contado nunca sobre su vecino, un sexagenario que el día 12 colapsó y se le echó a llorar de desazón en el hombro.

Es viejo el dicho: este es un país de memoria frágil.

El pueblo versus los demás

¿El pueblo? ¿Y qué cosa es el pueblo? ¿Quiénes lo integran? ¿Qué individuos o grupos quedan fuera de la definición y bajo qué criterios?

Es universalmente aceptada la noción de pueblo cuya base o punto de partida contiene estos elementos clave: porción de la humanidad sometida a explotación, exclusión, vejación y/o genocidio por parte de hegemonías o potencias políticas, militares y económicas. El pueblo es el ente colectivo depositario de las injusticias más antiguas y crueles de la historia. En esa definición básica la presencia de su opuesto, las hegemonías, hace que la multitud informe se vea con algo más de nitidez: el pueblo es esa mayoría cuyo trabajo, segregación y exterminio han garantizado históricamente el confort de unas minorías. Espero sepan perdonar la relación con el concepto de clase social desarrollado por varios marxismos.

Acotaciones que sirven como complemento: temas raciales, conciencia de clase, individualismo; proclividad, actitud y aptitud frente a la rebeldía, intuición histórica.

Este libro pretendía ser apenas un compendio de relatos sueltos y más o menos inconexos, pero terminó siendo un registro de los dos últimos ingredientes: de cómo una parte del pueblo, la que ha captado intuitivamente el mensaje de un proceso en marcha, un liderazgo excepcional y una Revolución posible, echó mano de su natural libertario y contribuyó con la continuación de una tarea que la hegemonía económica venezolana estuvo a punto de truncar, específicamente los días 11 y 12 de abril de 2002.

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Un poco más tarde, en octubre de ese mismo año, un grupo de militares se instaló en la plaza Francia de Altamira, en Caracas, y mediante una truculencia retórica quisieron asumir para sí la condición de pueblo. Invocaban para ello el artículo 350 de la Constitución vigente:

El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos.

En un país acostumbrado por siglos de historia patria y narraciones oficiales (y también por una sólida cultura televisiva y cinematográfica, aporte del siglo XX a la formación de nuestros códigos sociales, a nuestra conducta ciudadana) a que el protagonista es un hombre con “voz de mando”, rara vez una mujer o un niño y casi nunca un pueblo, tenía que resultar verosímil (aunque incómodo) el que semejante aberración estuviese ocurriendo, y que tanta promoción tuviera de los medios.

Aunque no era genuina, parecían genuinos la actitud y el pronunciamiento de aquellos sujetos, precisamente por la costumbre mecánica y automática de emparentar protagonismo con héroe blanco, altivo y de uniforme. Allí estaban y eran reales: especímenes de gestualidad señorial, acostumbrados a mandar y a imponerse, blandiendo la Constitución e invitando a la gente a derrocar al Gobierno. Lo incómodo e inaceptable permanecía semioculto en aquel escenario de perifollo, y sólo la intuición histórica de un pueblo tenido por ignorante pudo ponerlo en evidencia, y a la postre derrotarlo: aquellos hombres y sus seguidores no podían ser pueblo precisamente por lo señorial, por la propensión a mandar y a ser obedecidos, por la blancura de sus ademanes y por lo falso que la palabra pueblo les sonaba al pronunciarla.

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Y, finalmente, ¿qué es eso de intuición histórica? ¿Por qué pesa tanto y por qué no tiene sinónimos fáciles? Un buen ejercicio para percibir este otro concepto extraño y nebuloso es fijarse en ese grupo humano, dentro de Venezuela, que cumple con los “requisitos” para ser considerado pueblo, y que en aquellas horas dramáticas estuvo del lado de la reacción y de las hegemonías en el trance del derrocamiento del Presidente de la República. También hubo pueblo del lado de los enemigos del pueblo en 1814 y sus alrededores: como todas las luchas en las que se definen los grandes cambios la guerra de independencia fue una matanza entre hermanos, y el año de Boves debe ser recordado como aquel en el cual una parte del pueblo activó una democracia primaria y brutal para arrasar a otra, la que quiso ubicarse o quedó ubicada del lado de la dominación, en el lado perverso de la historia.

La intuición viene a ser entonces el factor que informa y convence a una parte de la masa de cuál es el tiempo histórico que surge o insurge y cuál el que se queda atrás. Bolívar, revolucionario a punta de tanto indagar y soñar pero conservador en esencia, por origen y por definición, estaba rezagado, confundido en sus todavía informes nociones de patria y revolución, hasta que Boves le enseñó, mediante lecciones de espanto, qué cosa es democracia y cómo funciona la rabia de los oprimidos. Ningún valor histórico hay que otorgarles a las falsas banderas que Boves decía defender. Las únicas coronas que sus huestes tenían entre ceja y ceja eran las del degüello, la violación y el saqueo, venganza primitiva en una guerra primitiva. El espíritu que despertaba en aquellos campos nada tenía que ver con cortes, castillos ni reyes. Llamarse realista fue para aquellas hordas el primer acto de invasión y usurpación a la brava: el cimarrón se apropiaba del título de defensor del rey con la misma actitud con que hacía suya a la doncella. Violo los títulos sagrados y después violo a sus féminas.

Bolívar no comprendió del todo este raro entresijo que unía a pueblo y a antipueblo, y tampoco ese otro llamado insurrección popular, hasta que sobrevino la batalla de Urica. La revelación le llegó luego de una muerte fundacional: algo muy extraño, una misteriosa anomalía de la historia tenía que estar produciéndose, para que a un ejército le mataran al jefe de un lanzazo y sin embargo el ejército continuara su labor de exterminio hasta ganar la batalla.

La salida más fácil para la historiografía, ante el fenómeno de Urica, ha sido repetir la idea canónica que pretende ensalzar al héroe por encima del colectivo: es más cómodo y políticamente correcto sentenciar que el terrible asturiano ganó incluso la batalla en la cual le dieron muerte, que reconocerle al pueblo su primera victoria en una batalla sin necesidad de jefe. Entre la figura de un conductor (incluso éste, reducido o elevado a monstruo por la convención) y la de un elemento integrado por miles de rostros y el doble de manos, es preferible confrontar al individuo. Personalizar en él el miedo, las rabias y la admiración, en lugar de nombrar siquiera al sujeto colectivo.

Un poco más de detenimiento y uno termina dando con la pista correcta: Urica demostró que un pueblo enfurecido es capaz de ganar batallas incluso cuando su líder o jefe circunstancial ha muerto.

O cuando lo secuestran y confinan en La Orchila con alguna intención inconfesable.

José Roberto Duque – Febrero de 2007


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Luis Emilio Morín (luchador social, Caracas)

Medio siglo de luchas

A mí me ha tocado muchas ver bravo y alzao a este pueblo, compañero.

Si me pongo a echar para atrás en el tiempo, si vamos a hablar con propiedad, debo decir que mi militancia revolucionaria comenzó desde que estudiaba en la escuela primaria. Yo trabajaba de día y tuve que sacar la primaria de noche, allá por 1956. Mi militancia activa comenzó ese año de la mano del maestro y camarada Pedro González Blondel, quien me dio clases en quinto y sextos grados. Fue él quien me inició en esto de la lucha revolucionaria. Al principio lo hizo con mucha sutileza, ya que entonces yo era un niño, pero hizo un trabajo conmigo. Recuedo que me recomendó una lectura que me resultó fundamental: “Cómo llegó el hombre a ser un gigante”, la cual da luces sobre el materialismo histórico y sobre el papel del trabajo en la evolución del ser humano.

Pero antes de las lecturas tuve noticias de una herencia familiar: yo me llamo Luis Emilio en honor de un hermano de mi abuela, a quien Gómez se llevó de la casa, lo metió en una cárcel y lo desapareció. Así que no había forma de que me desviara; ese antecedente hizo que tuviera conciencia, desde muy temprano, de una obligación de sangre y una obligación moral. Para mí ser revolucionario no es una moda ni una pose sino eso, una obligación.

Cuando tenía como 13 años hubo otro episodio que me marcó, que me hizo entender contra qué había que luchar. Yo vivía en un cerro, en El Guarataro (San Juan), arriba hacia El Observatorio. En esos días se planificaba un asalto al cuartel Bermúdez, lo que hoy es el retén de La Planta, en El Paraíso, y que entonces era un batallón de la Policía Militar. Era un plan de Acción Democrática, y por cierto que Luis Miquilena se incorporó a ese grupo. Ellos se reunían en un galpón de la Dodge que quedaba por Quinta Crespo; pensaban salir una noche y asaltar el cuartel. Después se habló de que eran unos cien hombres los que se reunían allí. El caso es que el Gobierno descubrió el plan y la policía política se presentó en el galpón, se produjo una balacera y hubo unos muertos. A Luis Miquilena lo agarraron y le dieron un poco de coñazos. Digo yo ahora, a medio siglo de aquello, que si le hubieran dado un poquito más duro el hombre hubiera muerto como un héroe, y los venezolanos nos hubiéramos ahorrado después unas cuantas cosas.

Pero lo que me impactó de ese caso fue otra cuestión. Resulta que uno de los militantes muertos en esa acción era vecino, vivía cerca de la casa. Hasta ese momento nadie sabía que el hombre estaba metido en algún tipo de conspiración. Bueno, para mí fue muy impresionante ver que en su velorio no había nadie. Estaba el muerto completamente solo. Seguramente estaba su mamá, pero más nadie. Silencio total en el velorio.

Ahorita ni siquiera me acuerdo del nombre de ese vecino. Así de solos se quedan algunos muertos.

La aventura de la insurgencia

Cuando salgo de primaria, a los 15 años, estoy ya formado en los pasos iniciales por este compañero, González Blondel, y comienzo a estudiar en el liceo Juan Vicente González, que era como se llamaba el liceo Andrés Bello en el turno de la noche.

De esa época recuerdo la agitación; el 57 fue el año de la huelga estudiantil, eran los últimos meses de Pérez Jiménez y la represión era en serio. Recuerdo también la relación con algunos compañeros y militantes, como por ejemplo Alí José Paredes Yéspica, a quien mataron después, en el año 63, en su casa de El Conde. Eso fue un escándalo, porque al camarada lo mataron frente a su mamá y su hermana. Ahí me encontré también con el menor de los hermanos Pasquier, Rafael. Por ahí andaba Alejandro Arratia, quien era militante de la Juventud Comunista en esa época pero luego se alió con la derecha y fue funcionario de la democracia burguesa. El caso es que ese liceo hervía de militantes de la Juventud y eso creaba un ambiente propicio para seguir formándose, siempre en la clandestinidad y bajo acoso de la dictadura.

A finales del 57 comenzamos a participar en constante agitación callejera. Para mí era emocionante, era como una aventura. Cada vez que había disturbios era seguro que se presentaba la policía, muchas veces nos cercaban y había que escapar como fuera. Incluso a veces se presentaban algunos bichos cuando ya estaba oscuro, sin que hubiera disturbios, y nos perseguían. Varias veces me salvé de un carcelazo porque, muchacho al fin, era más ágil y más rápido y me les perdía.

Yo sentía tanta emoción de estar participando en estas cosas que una vez me fui caminando con un compañero de estudios desde el Parque Carabobo hasta San Martín, hasta el liceo República del Ecuador, donde daba clases el profesor González Blondel, para contarle en qué andaba. Era el orgullo del muchacho que va a donde su guía, a donde el hombre que lo formó, para darle cuenta de las actividades en que andaba. En eso me agarró diciembre del 57, la huelga universitaria y los conflictos serios en la calle calle, y en enero la recta final de la dictadura. Todo enero de 1958 fueron acciones de calle, sobre todo los días finales, el 21 y el 22. Estuve activo esos días, participando en la agitación.

La madrugada del 23, cuando toda Caracas escuchó el avión de Pérez Jiménez que se iba y la noticia del derrocamiento, salimos a la calle, pero no a celebrar porque había asuntos que resolver. En la casa se estaban quedando por esos días unos españoles, que luego me enteré de que eran militantes de izquierda, y con ellos me fui para la sede de la Seguridad Nacional, que quedaba en la avenida México frente a la Escuela Experimental Venezuela, donde hoy está el hotel Caracas Hilton. Cuando llegamos ahí los españoles se me perdieron y yo me abrí paso hasta el frente, junto con la vanguardia. Aquello era un gentío enardecido armado de piedras, tubos y palos, dispuesto a sacar a los esbirros de su guarida.

De pronto, los esbirros comenzaron a disparar desde adentro. La Seguridad Nacional sabía que la dictadura estaba derrocada pero ahí estaban algunos de ellos, atrincherados, resistiendo, tratando de disuadir a los atacantes. A mí me agarró la plomazón antes de llegar a la acera; aquel poco de gente retrocedió corriendo o lanzándose en el pavimento y yo pegué un brinco, mi hermano, que todavía hoy paso por ahí y no me explico cómo pudo ser, porque de un solo salto pasé por encima de las rejas de la Experimental Venezuela y caí del otro lado. Ahí están las rejas, igualitas, cualquiera puede ver lo altas que son. Pues yo del susto las brinqué y no entiendo cómo. Me acordé del dicho, donde ronca tigre no hay burro con reumatismo.

Nada más tuve un problema: al pasar por encima de las rejas, que terminan en unas flechas, una de esas puntas me ensartó la bota del pantalón y me lo abrió desde abajo hasta la entrepierna. Me di cuenta porque yo estaba acostado en la grama de la escuela, que estaba mojada, las balas pegaban en los charquitos de agua y de pronto sentí que me salpicaba agua fría en la pierna. Me vi la pierna y dije “¡Coño!”, tenía el pantalón abierto como una falda.

Unos pocos minutos después me tocó ver una de las escenas más fuertes que he visto en mi vida. En algún momento los esbirros dejaron de resistir o se entregaron, y entonces vino la venganza popular. A uno lo degollaron. A otro le dieron con una botella en la cabeza y después lo agarraron a golpes. Yo no participé en el linchamiento pero vi muchas cosas.

Decidí irme a la casa. Estaba horrorizado. Pero lo que hice fue cambiarme el pantalón y volví a salir a la calle.

Alma antiimperialista

Poco después me tocó participar en otra escena de pueblo muy fuerte, pero no por sangrienta sino por honorable, yo diría que heroica. Fue cuando Richard Nixon vino a Venezuela, en mayo del 58, y estaba previsto que el tipo fuera al Panteón Nacional a ponerle una ofrenda al Libertador.

En los preparativos de la ceremonia, un grupo de cadetes venía desfilando desde el cuartel San Carlos hacia el Panteón, pero antes de llegar, en una calle estrecha que pasaba por donde hoy está la Cadena Capriles, los presentes se acostaron en el piso y no dejó que los militares pasaran. Un muchacho se abrió el saco y peló el pecho frente al pelotón desafiándolo a que le dieran un tiro, pero no hubo represión. El oficial a cargo dio la orden de romper filas y los militares se devolvieron.

Pero no fue lo único que pasó en Caracas. El pueblo estaba enardecido, el carro donde iba el gringo fue atacado a pedradas, el repudio era general. Fue mi primer encuentro con el alma antiimperialista de este pueblo. No había triunfado todavía la Revolución Cubana pero ya aquí había un rechazo natural hacia Estados Unidos. Nixon era el representante de un gobierno criminal, era la época del McCartismo, era el anticomunismo en bruto, y en Venezuela ya odiábamos eso. Ya con esa eran dos veces que yo veía a este pueblo lanzarse a la calle con rabia, a hacer cosas de loco, y participaba con él. Ese mismo día, durante los sucesos del Panteón, algo me dijo que esto era un compromiso. Fue en ese momento cuando decidí que valía la pena abandonar todo, estudios, trabajo, casa y lo que fuera, para pelear por la Revolución.

Y así lo hice, unos años después. Con esas mismas ganas de muchacho me incorporé a la lucha armada. Un cuento largo que no viene al caso, pero que me sirvió de preparación para lo que vino después.

Sin dirigentes ni objetivos

Veinte años después vi de nuevo al pueblo desbocado expresando su indignación. Esta vez lo hizo de una forma difusa, destructiva, y se entiende porque fue una explosión social sin dirección política y sin fines específicos. El 27 de febrero me agarró en la esquina de Cristo, en la Nueva Granada. Ahí, a una cuadra del Nuevo Circo, pude ver el inicio del estallido. En seguida me di cuenta de que era una situación peligrosa, porque las personas se sentían inmóviles. Los momentos más peligrosos de un tumulto son esos, cuando la masa siente que no se puede mover. Y era el terminal del Nuevo Circo, que para esa época concentraba mucha gente en un espacio muy incómodo, muy hacinado y muy caótico.

Cuando vi las primeras explosiones decidí irme hasta El Valle, donde podía articularme con unos compatriotas con quienes hacía trabajo político. Me fui a pie, desde el Nuevo Circo hasta El Valle. Conversamos y el grupo decidió asignarme la zona de Carapita, donde también tenía yo algunos contactos con grupos sociales. Cuando llegué me recibió otra imagen inolvidable. Había un edificio a la entrada de Carapita, justo al terminar el puente que viene de la Ucab, donde funcionaba un mercado chino, y los parroquianos lo estaban saqueando. A lo lejos se veían como marabuntas, el gentío entrando y saliendo con bolsas y cajas de comida.

Durante el sacudón la función de quienes teníamos responsabilidades organizativas se limitó a resolverle la logística a los compañeros o vecinos que comenzaron a ser perseguidos, a garantizarles el escape o el escondite, a activar una emergencia en la zona cuando empezó la represión. Más allá de eso no se podía hacer nada, porque aquello no fue un ejercicio o un acto de militancia política sino una explosión. En enero del 58 había un objetivo, que era desbaratar la dictadura; unos meses después era expresar rechazo a Nixon. Pero lo de 1989 no tenía ningún objetivo, así que los dirigentes no teníamos nada que hacer ni para dónde dirigir aquello.

Catorce años más y me tocó participar en el movimiento más hermoso que recuerdo después de tanto agite, tanta actividad política y tanta militancia. Toda una vida y toda una trayectoria, y después me veo metido en el zaperocón de abril de 2002.

Hora de reagruparse

Quienes hemos militado políticamente toda la vida tenemos cierta capacidad para detectar algunas señales, para medir algunos datos. Yo participaba desde hacía años en el trabajo comunitario, pero no limitado a lo local sino con un piso político y unas articulaciones muy claras. Yo coordinaba con otros compañeros la Asamblea de Barrios de Caracas. De esa experiencia quedaron algunos núcleos importantes en algunas parroquias, los cuales desarrollaban su trabajo social y político.

No todo el tiempo esos grupos hemos logrado trabajar articuladamente. Los primeros meses de 2002 nos sorprendieron en una especie de dispersión del movimiento popular organizado, aquí en la capital. Yo estaba por esos días vinculado a la Coordinadora Popular de Caracas. Pero cuando se vio venir la crisis comenzamos de alguna manera a reagruparnos. Creo que en parte es el instinto de conservación lo que lo mueve a uno a enseriarse y organizar estrategias cuando las cosas se ponen graves, cuando uno percibe movimientos claros de avance por parte del enemigo, y eso era lo que se respiraba en abril de 2002.

Se acordó hacer una asamblea donde concurrieron varios grupos organizados de Caracas, y la idea era crear una coordinación, algo aglutinante, para blindarnos como movimiento popular. En un principio funcionó como tal; no era un grupo con un nombre ni con aspiraciones de convertirse en algo más en el futuro sino un espacio de articulación para una coyuntura específica, que era la conspiración y la situación de caos que estaba preparando la reacción. Cuando ya era evidente que la intención de la oposición era mover a los suyos para Miraflores, decidimos agruparnos todos en los alrededores del palacio para defender al Gobierno bolivariano.

La mañana del 11 de abril todavía no se hablaba de los movimientos de la derecha en términos de golpe de estado, pero sí teníamos claro que había un riesgo de que la marcha convocada para Chuao fuera desviada para el centro. Los líderes de la oposición estaban locos generar un caos y la gente de ellos estaba rabiosa, así que nosotros nos agrupamos cerca de Miraflores para expresar nuestro apoyo a la Constitución y hacerles ver que no teníamos la guardia baja, que no tenían el paso libre. Si ellos venían a Miraflores iba a ser con mala intención, y en efecto cerca del mediodía se anunció que la marcha venía para el centro. Y nosotros nos dispusimos a resistir allí, aunque fuera con nuestra presencia.

Sería la una y media cuando de pronto se me acerca uno de los compañeros, un cuadro político de cierto nivel, a decirme que el Gobierno está caído, que no tiene caso estar ahí, y que la estrategia correcta era retirarse todo el mundo a organizar una estrategia de resistencia pero en profundidad, de largo plazo. Parece que a esa hora ya las agencias de información estaban diciendo en el exterior que el Gobierno de Venezuela estaba caído; días después supimos que la cosa era verdad, que el golpe y la traición habían venido desde adentro y el Presidente tuvo que ceder. Pero en ese momento, con aquella manifestación dispuesta a defender a Miraflores, aquello nos causaba una gran confusión. Por una parte, aquellos informes de que el Gobierno estaba caído y que tocaba ahora organizar una resistencia de largo aliento; por otro lado, algunos funcionarios del Gobierno hablando desde una tarima frente a Miraflores para que se quedara.

En lo personal, el pensamiento que más me convencía era: ¿retirarnos por qué, si el pueblo está ahí firme y resistiendo?

Asesinos invisibles

Yo estaba pegado a la baranda del puente Llaguno, mirando hacia abajo, cuando vi caer a los primeros dos compañeros. Por mi madre que los disparos no se escuchaban; uno estaba hablando aquí con unos compatriotas y de repente uno de ellos cayó al lado con la cara bañada en sangre. Lo recogieron entre varios y se lo llevaron. Al segundo lo vi caer también, sin que nadie escuchara un tiro. Así, de pronto; uno estaba mirando para abajo y de repente -¡mierda!, ¿qué coño está pasando?-, el hombre cayó al piso. Cuando nos acercamos para auxiliarlo nos dimos cuenta de que el señor tenía la parte de atrás de la cabeza blanda y colgando, como un colador de café. Entonces sí comenzamos a escuchar los tiros, pero no la detonación sino el golpe del plomo contra las barandas del puente y el zumbido cuando se desviaba. También vimos que las ventanas del edificio que teníamos detrás se volvían pedazos, pero nada que oíamos el arma de fuego. Fue entonces cuando pensamos en francotiradores disparando con silenciador. En la avenida Baralt, en la parte baja del puente, sólo había gente nuestra en medio de la avenida y unos cuantos transeúntes pegados de la pared, corriendo hacia arriba.

Fue un momento de confusión pero nadie se tiró al suelo. Allí parado, sintiendo como silbaba la metralla, me acordé de aquellos tiros del 23 de enero del 58 y mi salto increíble por encima de las rejas de la Escuela Experimental Venezuela. Pero esta vez no había una reja para donde saltar, no sabía de dónde venía el plomo y de todos modos a mis 60 años no hubiera podido pegar un brinco de aquellos.

Con el tiempo, como le pasó a todo el mundo, le he dado su verdadero valor a la acción de los compatriotas que dispararon desde el puente, esos que la televisión bautizó como “Pistoleros de Llaguno”. A esos señores han querido presentarlos como criminales que se ensañaban contra la marcha, pero yo soy testigo de que no fue así. Ellos empiezan a disparar con sus pistolas cuando “La Ballena”, el camión ese blindado de la Policía Metropolitana, aparece en la avenida Baralt, y eso fue más una defensa simbólica que una acción eficiente.

En ese momento ninguno de nosotros lo sabía pero después quedó claro que una parte de la marcha estaba formada por grupos que traían una estrategia, y esa estrategia era formar una tenaza sobre Miraflores: unos cayendo por la avenida Sucre, por la parte de atrás, y otros cayendo por la Urdaneta. A todos ellos les abría paso la Metropolitana. Cuando desde Llaguno empiezan a dispararle a “La Ballena”, a la PM esto le creó un efecto sicológico que a muchos nos ha pasado alguna vez: cuando uno toma la ofensiva y se encuentra con alguien que resiste haciendo mucha bulla, a uno le da por pensar que del lado de allá van a disparar con ametralladoras, cañones, morteros y todos esos peroles bélicos.

Los pistoleros de Llaguno eran cuatro o cinco, pero gracias a esa defensa sorpresiva la PM decidió abortar la estrategia de penetración, después de unos minutos más de intercambiar disparos (ellos están acostumbrados a que cuando disparan la gente les huye) y los elementos organizados de la marcha no pudieron acercarse nunca a menos de cuatro cuadras.

A las 6:30 de la tarde, después de presenciar algunas escaramuzas y dedicarnos a ayudar con los heridos, comenzamos a notar muchos signos de desmoralización. Recordamos el llamado a organizar la resistencia de largo aliento en los barrios, y decidimos irnos, cada quien a su zona correspondiente.

Caracas - Maracay

A mí me correspondió hacer el trabajo de articulación en La Acequia –por El Guarataro, en San Juan-, la zona donde vivía. El sector se llama así porque hay una senda, una especie de acera larga –exactamente eso es una acequia- que conecta a El Calvario con Macarao. Muy pocos caraqueños conocen esta conexión; nosotros la descubrimos en el tiempo de la clandestinidad, y resulta ser una ruta estratégica. Desde esa acequia uno tiene acceso al 23 de Enero, a Los Flores, a Artigas, a la Morán, a Carapita. En momentos difíciles puede servir de escape hacia El Junquito. Cuarenta años atrás nos sirvió a quienes nos organizamos en la ciudad en plena lucha armada; en 2002 nos tocaba retomar toda esa experiencia. Sólo que en 2002 ya no había mucho que hacer por ahí en términos de organización, así que decidí movilizarme en busca de zonas más estratégicas.

Desde el 11 ya se había hablado de un proceso largo de resistencia, y cuando se dio la coronación de Carmona y la rueda de prensa de Miquilena empezamos a activar los grupos que se habían dispersado, el mismo día 12. Fue algo así como resucitar la experiencia de la Asamblea de Barrios de Caracas, pues había camaradas de San Juan, Caricuao, La Vega, Macarao, el 23 de Enero, Catia. Los compañeros de la carretera vieja Caracas-La Guaira decidieron cerrar la autopista, y esa acción fue de suma importancia, fue un tremendo acierto de esos compas. Por mi parte, luego de unas llamadas de unos camaradas instalados en Maracay y con conexiones dentro de las instalaciones desde el 92, decidí irme hasta allá. No me lo dijeron abiertamente por teléfono, pero ellos estaban convencidos de que si había un lugar donde podía intentarse algo que tuviera resonancia, y además respaldado por un importante poder de fuego, era esa ciudad.

Llegar a Maracay fue una odisea aparte. Unos compañeros habían quedado en venir a buscarme a Carapita, pero se encontraron con que el acceso desde Los Teques a Caracas estaba cerrado por allí también, y yo tuve que ponerme a inventar. Sin nada de plata en los bolsillos, sin transporte público ni nadie que me trasladara, decidí caminar hasta la redoma de La India, en la entrada de La Vega, y luego por El Paraíso hasta la Roca Tarpeya y después hacia la Nueva Granada. Mi plan era buscar a una camarada en la esquina de Viento, a quien encontré en una situación económica muy precaria, pero que me regaló unos cesta-ticket a ver qué conseguía hacer con ellos. Los vendí por un precio inferior al que marcaban y con ese poco dinero tomé un autobús hacia Maracay.

Desde la autopista, al entrar a Maracay, empezaron las buenas noticias: la gente había trancado la vía y los pasajeros tuvimos que bajarnos antes del peaje de Palo Negro y entrar a pie hasta la ciudad. Los pasajeros de los autobuses y en los carros particulares, en vez de protestar por la paralización de la vía, se salió de los carros a apoyar la acción gritando y aplaudiendo. Eso me hizo caer en cuenta de que había tomado la decisión correcta.

Dentro de Maracay había también un ambiente levantisco; vi muchos carros, incluso lujosos, tocando corneta por las avenidas y con letreros de “Viva Chávez” en los vidrios. Al hacer contacto con los compañeros, viejos luchadores y muchachos voluntariosos, me hablaron de la posibilidad de articular con militares en la 42 Brigada; supe entonces de la posición que había asumido Baduel, y me dediqué durante la noche del 12 y la mañana del 13, con los compañeros, a trasladar a otros para los puntos clave, a agitar la calle, a hacer acto de presencia en La Placera; apoyamos los movimientos de pueblo en El Limón, La Cooperativa, La Coromoto, Caña de Azúcar, La Pedrera. Éramos seis compañeros, girando por la ciudad en seis carros, haciendo labores de apoyo, de propaganda. Un recorrido para hacer lo básico: animar, agitar, trasladar personas y recursos. Otros de los compañeros hacían el monitoreo por radio y televisión para mantenernos informados. Y todos los informes decían lo mismo: ganamos la batalla y el Presidente está por regresar a Miraflores.

***

Al anochecer del 13 de abril me fui a casa de unos familiares allá mismo en Maracay, y apenas tuve ánimo para esperar despierto y ver por televisión el fin de la historia, el regreso del hombre.

Como todo el mundo en todas partes, sentí una profunda alegría al ver su primera alocución, en la madrugada. Pero llegó el momento en que mostró el crucifijo, y la cosa no me cayó muy bien. Pensé: “Él sabe lo que está haciendo”. En otra circunstancia lo hubiera aplaudido. Pero no después de haber visto al pueblo como lo vi, ni después de pasar por lo que pasé.

Pero ganamos, y eso es lo que importa.


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Alicia Cortés (luchadora social, Caracas)

El hijo desobediente

Ese día (11 de abril) nos dejaron salir temprano del trabajo, porque ya habían llegado noticias de lo que estaba pasando y había concentraciones en el centro. Yo trabajaba en la avenida Urdaneta y estaba pendiente de llegar hasta el sector donde vivo, en Las Casitas de La Vega, porque ahí se habían hecho varias asambleas donde se hablaba del peligro de que pasaran algunas cosas con la oposición. Agarré una camioneta en la avenida Universidad. Cuando paso por el puente de Los Leones veo que pasa hacia el centro un autobús lleno de gente de allá de La Vega. Me bajé en la redoma de La India y ahí me encontré con unos compatriotas. Hice unas llamadas para estar segura de que mis hijos más pequeños estaban ahí en la casa, donde los dejamos haciendo guardia, y me fui más tranquila. Con los amigos que me encontré en el camino me devolví buscando el centro por la avenida San Martín.

A mitad de la avenida nos encontramos con unos conocidos que nos dijeron: “Devuélvanse, al autobús donde venían los de La Vega le cayeron a tiros, los bajaron a todos y hay unos muertos”. Después me enteré de que era verdad que los habían parado. Unos policías habían trancado el paso para el centro y los encañonaron cuando trataron de pasar, pero unas señoras que estaban ahí forcejearon con los policías, agarraron a los policías cuando iban a disparar y al final no pasó nada. Decidimos entonces seguir hasta el centro; nos encontramos con el resto del grupo y decidimos dividirnos y encontrarnos otra vez en el puente Llaguno. Para llegar ahí tuvimos que dar un vueltón por la avenida Morán, después el 23 de Enero y caer por la avenida Sucre, porque la policía no nos dejaba pasar por la O’Leary. Tratamos de pasar, pero la Metropolitana hizo una fila para cerrar la avenida y apuntó con las armas. Hicieron unos disparos al aire y no pudimos seguir. Nos devolvimos, cogimos otra camioneta hacia atrás, nos quedamos empezando la Morán y caminamos como locos.

Me ubiqué a una cuadra del puente Llaguno y ahí vi cuando pasaban los compatriotas heridos o muertos. Varias veces les dije a los compañeros que fuéramos hasta allá para ayudar de alguna forma, pero no me dejaron, siempre me mantuvieron lejos de ahí. Tú sabes, esa medida de mantener a salvo a las mujeres y a los niños.

***

Yo pasé por unas cuantas cosas fuertes. Yo estuve el 12 en Fuerte Tiuna; cuando estábamos empezando a concentrarnos ahí pasó una patrulla de la PM y empezó a caernos a tiros. Nos dispersamos, pero de repente los soldados, los muchachos rasos que estaban adentro del fuerte, nos dijeron: “Miren, no se vayan, quédense aquí”. Varias veces pasó la Metropolitana, hasta que un soldado salió y les hizo unos disparos, y ya no volvieron a pasar más nunca.

Me tocó después quedarme en una concha con mi esposo y varios compañeros, fuera de la casa, cuando llegó el 12 de abril y empezamos a oír que iba a haber problemas con los grupos organizados, que iba a haber persecuciones y allanamientos.

Me tocó también ver como unos vecinos se burlaban de nosotros, aplaudían contentos porque el Presidente había caído, y nos gritaban: “Ajá, y ahora qué van a hacer?”.

Estuve también frente a la televisora Radio Caracas, en Quinta Crespo, con aquel grupo grande, exigiéndoles que dijeran la verdad. Ahí mismo, afuera del canal, se hizo una asamblea para decidir si nos quedábamos protestando o entrábamos. Yo les decía que teníamos que entrar, que ahí con nosotros había algunos compañeros que podían manejar los equipos y transmitir un mensaje desde adentro. Pero la mayoría decidió que era mejor no hacer eso, porque adentro había trabajadores y era mejor no usar la violencia.

Pero lo que más me impresionó de todo lo que pasó fue la actitud de mi hijo, que tenía 14 años. A él y a otros más los habíamos dejado en la casa, el 11 de abril, para no exponerlos. Después me enteré de que ellos habían salido de la casa, habían llenado unos morrales con piedras y se habían ido para el centro. En una de esas que van por la avenida Bolívar y se encuentran en mitad de una marcha empiezan a mirar para los lados y se dan cuenta de que están metidos en la marcha de la oposición. Se fueron apartando poco a poco hasta que cogieron otra calle para unirse al grupo de nosotros allá en la avenida Urdaneta. Pero les había tocado caminar unas cuadras con los escuálidos sin darse cuenta.

Yo le reclamé, le dije que tenía que haberse quedado en la casa como le dijimos. Entonces el muchacho, que yo nunca lo había oído hablar de política, me responde:

--Pero es que yo no podía quedarme aquí guardao. ¿Qué les iba a contar después a mis hijos cuando los tenga? ¿Que pasó todo eso y yo estuve todo el tiempo encerrado en una casa?


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Leo Campos (periodista, Caracas)

Fuimos carne de cañón

¿Mi posición ante Chávez y el chavismo? Yo no soy chavista. No puedo serlo. No creo que esto sea un gobierno revolucionario. Siento que, en efecto, hay una dimensión del país donde están ocurriendo cambios que se pudieran llamar revolucionarios, en algunos barrios, en algunos pueblitos, pero esa dimensión no ha tocado a las mayorías. En lo que me toca de cerca, como ciudadano, no percibo cambios desde hace diez años para acá.

Me parece acertada la política internacional del Gobierno, pero lo que uno ve hacia adentro es el mismo desbalance de siempre: los que tienen más tienen mucho más, y los que tienen menos tienen mucho menos. Con todo, me parece positivo que el hombre haya vuelto a ganar las elecciones en diciembre de 2006, porque si perdía nos iba a tocar otra temporada de convulsiones. Pero ahora al hombre le toca establecer un sistema de gobierno efectivo. Hablar menos en términos de revolución y hacer que las cosas funcionen. Aspirar a que los hospitales funcionen, que las vías estén transitables y que el hampa no te mate no es ser de derecha o de izquierda, es tener una aspiración básica, querer vivir en un país habitable.

Cómo mantenerse al margen

Yo entré a trabajar en RCTV en abril del año 2001, un año antes del golpe de estado. Estudiaba el último año en la escuela de Comunicación Social de la UCAB y mi aspiración era convertirme en periodista deportivo, en periodista especializado en deportes. Todo comenzó bien, pues entré a trabajar como redactor de deportes para la emisión meridiana. La paga era baja; me pagaban 320 mil bolívares, un equivalente a 200 dólares al cambio oficial. Luego me enteré de que se podía trabajar para la emisión estelar (nocturna) y te pagaban horas extra. Era un trabajo muy sencillo: tomabas cables internacionales y los procesabas, lo mismo con los reportes que se hacían desde los eventos o partidos adonde se enviaba una cámara.

Me llamaba la atención la estructura interna, la cantidad de jefes que yo tenía. Yo era redactor. Por encima de mí estaba el Jefe de Redacción. Aparte de éste está el Jefe de Información, que es el que pauta. Más arriba está un Gerente de Información y Opinión. Y por encima de esa gerencia está el Gerente General de toda el área informativa, que es Eduardo Sapene. Andrés Izarra era Gerente de Producción del noticiero, cargo que en el organigrama estaba a la par de la Jefatura de Información.

No había una forma rígida para las noticias, nos daban libertad para armar las reseñas y los reportes como quisiéramos, para imprimirles un estilo, y eso me animó bastante. Yo tenía un norte, un modelo: yo quería hacer lo que hizo en su momento Oswaldo Soriano, el fundador del periódico argentino Página 12, quien empezó en el periodismo cubriendo Deportes y lo hacía con mucha dignidad y mucha altura. En televisión, aspiraba darle a la noticia un tratamiento con la calidad que lo hace el canal ESPN. Pero no quería irme a trabajar en ESPN sino hacer aquí en Venezuela un trabajo con la calidad del que se hace allá.

Había un compañero de trabajo con quien montaba casi todas las noticias, Alberto Camardiel. Los dos escribíamos, grabábamos, hacíamos el reporte en cámara, hacíamos las entrevistas y además editábamos. Para el canal esto era conveniente ya que cada uno hacía el trabajo que normalmente hacen cuatro, y para nosotros era una dinámica interesante porque estábamos aprendiendo todo el proceso y además no venía nadie a modificarnos el trabajo. Me pareció una buena oportunidad para desarrollar algunas ideas que se me iban ocurriendo.

Creo que esa libertad tenía que ver con que para esa época el canal ya no le daba la misma importancia en su programación a los deportes. En los 80 y los 90 transmitían la mayoría de los eventos deportivos profesionales; cuando yo estuve allí no se cubría ninguno, ni siquiera el beisbol. Los televidentes siguen asociando a RCTV con el fútbol, pero ese espacio lo domina desde hace unos años Meridiano TV.

Después de unos pocos meses me empecé a dar cuenta de que les gustaba lo que hacía, y mi reacción fue automática: traté de mantenerme alejado lo más posible de la fuente política. Dado el perfil que iba adquiriendo el canal y lo convulso que se estaba poniendo el país, empecé a hacer deducciones y me di cuenta de algo obvio: en algún momento iban a pedirme que cubriera esa fuente, que me incorporara al grupo que cubría las marchas y manifestaciones. No es pedantería ni prepotencia de mi parte, sólo que yo quería ser periodista deportivo, no reportero ni redactor de noticias políticas.

De modo que me mantuve al margen hasta donde pude. Siempre había algo de que ocuparse como redactor en la fuente deportiva (Liga de Campeones, NBA, beisbol profesional), pero en eso llega diciembre de 2001, la situación se empieza a caldear más, la oposición convoca a un paro cívico y no me quedó sino incorporarme, cubrir marchas y concentraciones, porque cuando a un periodista le toca hacer guardia debe cubrir todas las fuentes y no sólo aquella donde trabaja. Una guardia significaba llegar entre las cinco y las siete de la mañana al canal, y tocaba trabajar diez o quince horas.

Las guardias extraordinarias

Entre diciembre de 2001 y abril de 2002 me tocó cubrir varias de esas concentraciones o manifestaciones.

Debo aclarar antes que yo nunca fui y creo que nunca iré por decisión propia a una de esas movilizaciones, ni a favor ni en contra del Gobierno. Asistí a varias porque era una obligación de trabajo, pero ir a marchar me parece una pérdida de tiempo. No tengo nada contra quienes lo hacen, pero mi apreciación personal de aquellas jornadas que hubo entre 2001 y 2003 es que perseguían un objetivo que puede conseguirse sin tanto gasto de energía. Pienso que fueron manipulados, utilizados. En algún momento la cosa se empezó a convertir en una moda y la gente se acostumbró a verlo así: “Es de pinga ir a las marchas”. Y seguramente lo era, hay que ver la cantidad de mujeres buenísimas que se veían allí. Pero ni siquiera por eso me animaba: tú vas a un sitio nocturno, te tomas unos tragos y ahí están las mismas mujeres buenísimas. No hace falta levantarse a las seis de la mañana y caminar todo el día para verlas.

Más o menos ese ánimo y esa visión de las cosas tenía yo cuando se produce el anuncio presidencial del domingo 7 de abril, de botar al poco de gerentes de Pdvsa; la rueda de prensa del día 8, donde se anuncia el paro nacional, y las movilizaciones del 9 de abril y los días siguientes.

El lunes 8 nos avisan que hay guardia y que hay que llegar al día siguiente a las cinco de la mañana, porque había guardias extraordinarias, todo el equipo periodístico tenía que activarse en una jornada extraordinaria. Recuerdo que justo ese día me fui a celebrar la graduación de un compañero en la noche, y la rumba terminó a las cuatro y media de la mañana. Por supuesto, no llegué a las cinco sino a las ocho. Así que empecé mal el paro. Mi jefa me regañó, con toda razón, pero yo me defendí diciendo que estaba llegando a mi hora habitual de trabajo, que eran las 8 en punto. Me pasó por la mente responderle que, como había llamado a paro y yo lo apoyaba, no tenía que ir a trabajar, pero no lo dije, la cosa servía nada más como chiste de pasillo. Ella tenía problemas conmigo porque opinaba que yo era borracho e irresponsable, también con toda razón.

Después de dos o tres días de trabajo mecánico, esas largas horas en que uno sabía que estaba pasando algo en el país pero no había forma de procesarlo ni de preparar un plan de acción, porque el trabajo era un asunto automático, uno comienza a colapsar, a agotarse en demasía, física y mentalmente. A mí me llegaban de pronto con unos cassettes, en formato DVC Pro, y revisar unas intervenciones larguísimas, porque había que hacer silentes de 30 segundos, segmentos escogidos por uno mismo para ser transmitidos. Trabajando en eso entendí por qué hay tantos declarantes que se quejan diciendo que equis periodista tergiversó unas declaraciones o que “no dijo eso”. Claro, si tú te tiras un discurso de hora y media y de ahí el canal tiene que seleccionar 30 segundos, nunca va a verse reflejado lo que el declarante dijo. Eso es imposible.

Con todo, la presión era sólo por el volumen de infomación y por la necesidad de llenar una programación, pero nunca llegó nadie a decirme qué cosa o qué fragmento de las intervenciones poner. Y se entiende por qué: el 90 por ciento de los trabajadores de Prensa eran antichavistas, así que no había mayor problema en que esos trabajadores se amoldaran a la línea informativa del canal. De los que no se amoldaban de manera natural a esa línea informativa, recuerdo a un redactor que, sin ser exactamente chavista o pro gobierno, sí le generaba rechazo la dirigencia de oposición. Había también un camarógrafo que era chavero de los duros, y un señor cuyo trabajo era “ponchar” las cámaras durante las transmisiones, también simpatizante del proceso. Pero la gran mayoría era antichavista, y supongo que lo sigue siendo.

Dos meses antes de estos acontecimientos, yo y mi compañero de Deportes habíamos decidido venderle al canal una serie de programas preparativos del Mundial de Fútbol, que iba a ser en Alemania en el mes de junio. Nuestro plan era entrevistar a jugadores de las selecciones participantes, los mejores del mundo, y producir un material que sirviera de antesala al Mundial, con entrevistas exclusivas desde España e Italia. Presentamos el proyecto, nos dieron un margen mientras tomaban una decisión, y justo cuando nos dieron la respuesta, afirmativa, estalló el conflicto del paro y la crisis de abril.

Como siempre, a Leo Campos cayéndosele los proyectos.

Pantallas divididas

Llega el día 11 y el ambiente de trabajo era insostenible, yo creo que no sólo para los trabajadores sino para los televidentes. RCTV pretendió en esos días pasar de tener una programación informativa de tres horas a una de 24 horas. Eso lo único que genera es agotamiento interno, exceso de información y de declaraciones, mucho ruido y al final un vacío. Tantas voces juntas terminan no diciendo nada. Nadie puede conservar la cabeza fresca después de todo un día escuchando y procesando las declaraciones de un gentío, desde Pablo Medina hasta Alfredo Peña, pasando por Carlos Ortega y cuanto alcalde de cualquier pueblo de Monagas quisiera venir a decir algo contra el Gobierno. Y al espectador también se le agota, pues de tener un Globovisión pasó a tener cuatro.

Así que llega el día de la marcha y empiezan a producirse rumores. Yo estaba, como todos esos días, pegado de unos monitores, pero oía lo que se decía: que había temor de que ocurriera lo del 27 de febrero por la multitud que había en la calle, que un mal manejo de la información podía producir efectos graves y situaciones que nadie iba a poder controlar.

Empiezan a llegar imágenes sorprendentes de la marcha, que ya habían desviado desde Chuao hacia Miraflores. De pronto aparece el Presidente dando una cadena y el personal del canal se empezó a indignar, “Otra vez nos clavó una cadena”, decían. Si mal no recuerdo, creo que el primer canal que dividió la pantalla, para pasar la cadena en un lado y la marcha por el otro, fue Televén. En la sala había cinco televisores; empezó un grupito a gritarles a los directivos, “Cobardes”, les gritaban, “Partan esa pantalla”. Supongo que entonces se produjo un acuerdo entre todos los canales y entonces todas las pantallas aparecieron divididas.

A esas alturas de la crisis nadie, al menos entre los trabajadores, hablaba de golpe de estado. En algún momento empecé a ver que llegaban militares, seguramente algunos conocidos y de alto rango. Yo no reconocía a ninguno porque no me interesan los militares ni como fuente ni como nada; llegaba un tipo de uniforme blanco y yo no sabía si eso era la Marina o la Aviación, pero lo único que estaba claro ahí era que la vaina estaba jodida, sólo eso. Y en efecto, empiezan a llegar las primeras noticias graves: la muerte de Tortoza, la del otro muchacho a quien cubrieron con una bandera. El rumor general en todo el canal era que Chávez estaba asesinando al pueblo, y por supuesto en ese momento lo creíamos. Decidimos que había que seguir trabajando, procesando material audiovisual. Éramos casi unas maquinitas de escoger imágenes y audio que iban a ser transmitidos.

Yo vivía muy cerca de RCTV, a unas cuatro cuadras del canal, y por esa razón era de los últimos que se iban. Esa noche monté noticias hasta las 10 ó 10:30. Lo último que recuerdo de la jornada del 11 de abril fue la toma de los pistoleros del puente Llaguno y la presencia de un militar que estaba por reunirse con Sapene. El hombre estaba hablando por un celular. A cada rato decía: “Se jodió. Y mire que tratamos de hablar con él. Ahora se jodió. Ahora que entregue el mando”. No me costó mucho entender que estaba hablando de Chávez.

Me fui a mi casa y caí rendido en esa cama hasta el día siguiente.

El pueblo informa;

el periodista escucha

El viernes 12 salgo de mi casa, veo que las calles están desiertas, y llego al canal. Empiezo a hablar con los compañeros y me entero de que Chávez ya no es Presidente. Me lo creí pero lo tomé a chiste: yo, que casi era el hombre mejor informado de Venezuela por la cantidad de información que me pasaba por las manos; que estuve tres días casi sin dormir, haciendo la cobertura de un acontecimiento, ¡y me pierdo el final de la película! No era justo. Otro disparate más en la carrera de Leo Campos.

Me echan el cuento de Lucas Rincón, las imágenes del traslado a Fuerte Tiuna. Me tocó ver todo eso pero después, en diferido.

Y nada que se hablaba todavía de golpe de estado: el enunciado del chisme decía que el hombre se asustó, que no aguantó la presión y renunció. Había, sí, la sensación de que no estaba claro lo que había pasado en la avenida Baralt. Eso de que habían matado a unas personas y que se hablara de francotiradores, pero los militares no decían quiénes eran esos francotiradores, era algo que no encajaba ahí. Era algo que olía raro pero todo el mundo se conformó fue con el final de la historia, que Chávez ya no estaba en Miraflores.

Vinieron entonces los allanamientos del 12, el momento de los coscorrones contra Rodríguez Chacín. Esto me pareció bien, pero no porque fuera un triunfo o un acto de justicia de la oposición, que no lo era, sino que unos ciudadanos se sentían enardecidos contra los poderosos y en lo que vieron a un ministro se desahogaron metiéndole unos coscorrones, debo confesar que eso lo disfruté. Después ya no me pareció nada sano porque estaba claro que era una cacería de brujas. El canal se dedicó todo ese día a transmitir también el acoso a la casa de Tarek, a la embajada de Cuba, y dos o tres sucesos más. Todos los reporteros estaban dedicados a esos sucesos. Y, por supuesto, el show de Carmona en Miraflores. Es difícil que me olvide, porque a cada estupidez que anunciaba el tipo ese en la redacción rompían a aplaudir. Y el discurso del canal era: “Este tipo es un hombre preparado, sabe manejar una empresa y por lo tanto debe saber manejar el país”, y ese tipo de cosas.

Yo me vine a enterar de lo que está pasando en varias zonas del país después de las seis de la tarde, en una conversación que escuché en una camioneta por puesto.

A esa hora, bastante temprano y después de un día relativamente suave de trabajo, tomo una camioneta en la avenida Baralt para visitar a mi mamá en la avenida Victoria, y allí se forma una discusión entre un señor que está celebrando la caída de Chávez y una señora que le responde, casi histérica, que los canales de televisión son un asco porque no están transmitiendo los saqueos. Me sobresalté porque hasta ese momento yo no había oído hablar de saqueos o disturbios, y me entero por boca de la señora de que hubo protestas en casi toda Caracas y en Guarenas. “Yo estuve esperando que aparecieran las cámaras y no llegaron nunca”, gritaba la doña. Llego a casa de mi vieja, veo un rato la televisión y sólo veo el desfile de declarantes: otra vez Lameda, otra vez Camacho Kairuz, los tipos que estaban de moda. Estuve conversando un rato con mi vieja y me fui a acostar. Fastidiado porque me tocaba guardia otra vez al día siguiente, 13 de abril.

Había dos razones que hacían que esa guardia valiera la pena. La primera era que no se trataba de una guardia extraordinaria porque hubiera marcha o alguna situación tensa como los otros días. Era un sábado más. Al menos eso pensaba yo. No tenía forma de saber que esa iba a ser la guardia periodística más importante de Venezuela en lo que va de milenio.

La otra razón para hacer con entusiasmo la guardia era que junto conmigo le tocaba trabajar a una compañera con quien yo tenía un romance, y siempre es una nota inventarse unos besos clandestinos en la sala de edición o en alguno de esos estudios vacíos.

La Revolución no será transmitida

Llego al canal temprano, la guardia empieza a transcurrir en calma. Sólo que empezaron a meternos unos sustos, pero nada grave: rumores de que los Círculos Bolivarianos iban a asaltar en cualquier momento al canal, y unos golpes que alguien le daba a la puerta de atrás, una santamaría grande que aísla el espacio de la redacción de la calle de atrás, lo que viene a ser la fachada secundaria del canal. Esto sucedió durante todos esos días: una o más personas se aplicaban a golpear la santamaría durante un minuto y eso provocaba un estruendo muy grande, como si se fuera a caer el edificio.

De repente, como a las once de la mañana, se me acerca uno de los reporteros, el que cubría la fuente militar, con quien yo tenía buena amistad y mucha confianza. Me llama aparte y me dice: “Mire panita, Chávez vuelve hoy a Miraflores. Es más, ya volvió”. No recuerdo la hora exacta, pero estoy seguro de que era antes de mediodía, y este pana me aseguraba que lo sabía por una fuente de primera. Me lo cuenta además con unos detalles que todo el mundo supo mucho más tarde o al día siguiente: que el Presidente estaba en La Orchila, que la Brigada de Paracaidistas estaba alzada, que había unos movimientos en Fuerte Tiuna. Así que no era un rumor sino una noticia confirmada. Le pregunté: “¿Vas a sacar eso?”. Y él me responde: “No, cómo voy a sacarlo sin imágenes”.

Unos minutos después de decirme esto el amigo tiene un problema con los jefes. Esto fue a mediodía. Yo lo veo salir muy molesto de la Gerencia de Información y me le voy atrás, a acompañarlo para el estacionamiento. Cuando salimos a la calle vemos que hay un tipo en las afueras del canal, golpeando un poste con una llave de cruz, y eso hacía un ruido ensordecedor; tanto, que no pude hablar con el compañero sino hasta que nos alejamos un poco. Le pregunté qué había pasado.

--Nada. Que me voy de esta mierda.

--Pero qué te pasó, pana, cuéntame, ¿renunciaste?

--Todavía no sé si voy a renunciar, pero hoy no voy a trabajar. Si quieren que me boten. Después te cuento.

El amigo se montó en su carro y se fue. Nunca me dijo qué había pasado y nunca lo confirmé con él, pero yo lo relacioné enseguida con la noticia que me acababa de dar.

Cuando vengo de regreso al canal veo que el tipo que golpeaba el poste no está solo, que había como ocho en total haciendo lo mismo, golpeando postes y objetos, haciendo bulla. Pensé: “Lo que falta es esto, que se prenda una coñaza aquí afuera”. Entro a la redacción y escucho por primera vez dos órdenes que vienen de arriba, o más bien una orden compuesta de dos elementos:

1) El canal no transmite nada hasta que Sapene lo firme.

2) En el país no está pasando nada anormal. Todo está en orden.

La primera reacción de algunos redactores, entre ellos yo mismo y la jeva con quien estaba empatado, fue de rechazo. Dije en voz alta: “Mire, compadre, yo no soy chavista pero tampoco soy güevón. Yo voy a revisar de arriba abajo los cassettes que me lleguen. Lo que yo vea ahí que me parezca noticioso lo voy a transmitir”. Los jefes de redacción quisieron aplacarnos con el cuento de que nosotros trabajábamos para una empresa, y nosotros les respondimos que por encima de eso éramos periodistas. Seguramente fue por eso que me dieron para procesar unos materiales que mandaron de San Cristóbal.

A la más sumisa de todas, o mejor dicho, la periodista cuyo discurso se amoldaba más al de la empresa, la pusieron a cubrir las incidencias de Caracas. Nosotros, con la cabeza más fresca que hacía unos días y con más tiempo para analizar la situación, pudimos entender al fin que había algo raro en desarrollo, dentro y fuera del canal.

Un poco más tarde termina de reventar la crisis interna. Yo hoy lo veo así: había en la calle unas noticias tan grandes que no se podían ocultar, pero la directiva se empeñaba en ocultarlas. Sucede que llegan unas imágenes por cable, creo que de Telemundo. Era el reporte de una manifestación, un gentío que estaba manifestando a favor de Chávez en el centro de Caracas y en los alrededores de Miraflores. Fue cuando el rumor de los saqueos y protestas dejó de ser simple rumor, y entonces entendimos, con mucha arrechera la mayoría, que aquella orden de decir que el país estaba en orden, que todo estaba normal, era para ocultar esto. ¿Por qué nos mandaban a decir que todo estaba normal? Porque no estaba normal.

Entonces pasó algo que me hizo reconciliarme con aquellos periodistas, más o menos los mismos que un día antes aplaudían a Carmona: empezamos a hablar de la actitud correcta a tomar. Unos decían que lo mejor era irnos todos para la casa. Otros, que empezáramos a transmitir lo que estuviera pasando, contrariando las órdenes de los jefes. Fue cuando apareció Andrés Izarra haciéndose la misma pregunta que todos, pero desde su posición de jefatura: “¿Por qué un canal de noticias extranjero tiene unas imágenes de Caracas y nosotros no las tenemos? ¿Dónde está la reportera asignada a Miraflores?”.

Atacan las hordas

Se produce entonces la orden de ubicar a la reportera, porque ella y el camarógrafo que la acompañaba tenían, entre otros materiales, los preparativos de la toma de posesión de Carmona, que fue suspendida y los invitados tuvieron que huir de Miraflores y otros se quedaron ahí encerrados. Alguien le respondió que la reportera tuvo un problema, que habían tratado de agredirla. “Ajá, pero ¿dónde está ese material?”, volvió a preguntar Izarra, seguramente recordando que cada vez que a un reportero lo golpeaban o le gritaban el canal estaba transmitiendo ese material a los cinco minutos.

Un momento después aparece Diosdado Cabello dando unas declaraciones por CNN, en su condición de Presidente Constitucional en ausencia de Hugo Chávez (ya que él era el VicePresidente de la República), en las cuales decía que había una situación que ya el Gobierno tenía bajo control. Fue entonces cuando Izarra se dirigió a la oficina de Eduardo Sapene.

En ese momento llegó el jefe de redacción de la tarde, que vivía en La Candelaria, y aseguró haberse ido a pie hasta Quinta Crespo y no haber visto nada. Cero protestas, cero saqueos. Decidí hacer una verificación rápida de la situación, salí a la avenida Baralt, caminé hasta la plaza Miranda y tampoco vi la agitación ni los saqueos de los cuales se hablaba. Sólo una cosa fuera de lo común: los autobuses venían hacia el sur por las dos vías, algunos venían en contraflujo. Ningún automóvil subía, todos bajaban por ambos lados de la avenida. Me devolví al canal y les conté eso mismo a ver si enviaban un motorizado a ver qué pasaba más arriba. En respuesta, me preguntaron si había hecho las noticias de San Cristóbal.

Me acerqué justo para ver el fin de la discusión de Izarra y Sapene. El primero le mostraba un cassette y le decía “Este material tiene que salir”, y el otro decía que no se podía. En eso estuvieron un rato hasta que Sapene gritó “Bueno, ultimadamente, aquí yo soy el jefe”. Izarra batió el cassette y se marchó. Era la segunda persona que se retiraba furiosa del canal el mismo día. Algo andaba muy mal. Pero como el canal no estaba transmitiendo noticias me decidí a ver qué era lo que tenía el maldito cassette de San Cristóbal. Lo revisé completo y aquello daba risa de lo pueril: imágenes de una plaza, unos ancianos en una panadería diciendo que estaban contentos porque había nuevo Presidente. El país estaba estremeciéndose otra vez y yo ocupado procesando imágenes de unos carajitos echándoles cotufas a las palomas en la plaza Bolívar de San Cristóbal. Atrás seguían los golpes a la santamaría. Aquello causaba temor las primeras veces, pero poco a poco nos fuimos acostumbrando.

Estaba en eso, cuando de pronto entró corriendo una mujer que trabajaba allí, gritando a todo pulmón: “¡Entraron los Círculos Bolivarianos! ¡Entraron los Círculos Bolivarianos!”, y se produjo la estampida. Aquello era un gentío lanzándose debajo de los escritorios, otros chocando entre sí, atropellándose, las mujeres gritando enloquecidas, toda una escena de pánico. Mi impulso inicial, bajado de la nube en que estaba, con la mente puesta en la plaza y los niños y los viejos en la panadería de San Cristóbal, fue coger un termo de café, un radio que estaba puesto allí y que nadie usaba, y salir a ver con qué me encontraba en los pasillos.

Salí de la sala de redacción y me encontré con un viejo trabajador del canal, un caballero muy querido, pero sicológicamente muy frágil. Estaba llorando desesperadamente, diciendo “Nos van a matar a todos, nos van a matar”. Traté de calmarlo, le propuse que se refugiara en un lugar que le indiqué, ahí mismo dentro del edificio, y me fui acercando hacia la puerta, pensando con preocupación en mi compañera de trabajo y de amoríos. A medida que avanzaba iba sintiendo unos gritos y unos golpes. Cuando llego y me asomo a la recepción, es decir, el lobby que da a la entrada principal, me encontré con otra escena de esas que no se me podrán olvidar más nunca.

Del lado de afuera, un cojonal de gente con franelas rojas y un tipo dándole con una mandarria a los cristales blindados de la fachada principal.

Y del lado de adentro, la apoteosis: dos camarógrafos haciendo tomas y dos vigilantes, par de güevones, apuntando hacia la entrada con una manguera contra incendios.

Pensamiento del día: “Bueno Leo, ahora sí te jodiste”.

A lo lejos vi dos rostros conocidos: Freddy Bernal y Eliécer Otaiza.

Miedo al cuero

Segundo pensamiento del día: estos tipos llevan una semana planificando un golpe de estado. Llevan una semana explotándonos, nos tienen trabajando quince horas diarias. Están avisados de que los Círculos van a ir al canal, y son incapaces de organizar un plan B para evacuar el edificio a la hora de una contingencia. O al menos entrenar a alguien para la defensa, si es que llegaba el momento de defenderse. Señor: era una manguera contra incendios, que yo estoy seguro además de que no probaban en años y tal vez ni agua echaba esa mierda, y si echaba agua lo que iba lograr era hacer arrechar más a estos tipos de los Círculos si entraban, porque a nadie le gusta que lo mojen. Yo me sentía más seguro con mi termo de café que viendo a aquellos pobres hombres apuntando con la manguera.

Todavía hoy me pregunto si los tipos, los directivos del canal, son muy bolsas o muy ratas. En serio, todavía no sé qué pensar.

Me dediqué entonces a buscar a los trabajadores en los estudios, en las oficinas, en los espacios que yo conocía muy bien, para tranquilizarla, para decirles que no era verdad que hubieran entrado los Círculos y que no se les veía tampoco muchas ganas de entrar. La mayoría no me creía, pero poco a poco se calmaban al ver que, en efecto, no se sentía violencia por los pasillos. Encontré gente metida en varios estantes, debajo de unas mesas. Mi verdadera intención era conseguir a mi amiga y llevarla a algún lugar escondido, aprovechando que nadie iba a extrañarse de nuestra ausencia.

En una de esas entro a un galpón de utilería y me encuentro a una mujer muy fornida, pesada, subida en una pared que mediría como tres metros. Ni yo ni ella misma nos explicábamos cómo pudo subirse ahí; yo levanté un brazo y no alcancé a tocarla. El caso es que me tocó ayudarla a bajarse de ese muro, y fue un proceso difícil. Un poco largo de contar.

La acompañé afuera, y estaba contándole lo mismo que a todo el mundo, que no había peligro alguno y que no había por qué esconderse, cuando de pronto sonó una detonación muy fuerte y se apagaron las luces. Otra vez aquella mujer entró en pánico y yo le dije que se callara, que me esperara un momento. Salí y vi a un vigilante, un señor muerto de la risa que me dijo “Tranquilo, fue que le lancé una piedra a los tubos esos de neón para apagarlos, por si entran esos bichos no se puedan mover tan fácil”. Yo le dije, riéndome también: “Caramba maestro, pero pudiste haber avisado”, y el hombre respondió: “Bien hecho, porque todos ustedes son unos cagaos. Matan al tigre y le tienen miedo al cuero. ¿No estaban jodiendo a Chávez? ¡Ahora se la calan!”.

Todo el mundo fue subiendo y concentrándose en el descanso de una escalera, y allí nos terminamos de tranquilizar.

En ese lugar encuentro por fin a mi amiga y le cuento que en mi recorrido por el canal vi unos almacenes muy solitarios y muy propicios para estar un rato a solas. La propuesta fue rechazada.

--¿A ti qué te pasa? ¿En un momento tan importante tú vas a estar pensando en eso?

--¿Importante? Importante es lo de nosotros. Eso que está pasando afuera va a quedar atrás, nosotros podemos trascender.

Ella se negaba. Le cité de memoria aquello de “los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí”, pero ella había escuchado las mismas canciones que yo y además estaba muy nerviosa. No pude convencerla.

Al anochecer una de las jefas comienza a hacer y a recibir llamadas. Después de una de esas llamadas, anunció que había un acuerdo con el Gobierno. El canal debía sacar una de las cámaras y un reportero para que los manifestantes concentrados afuera expresaran su parecer, y en seguida se enviaban fuerzas de la Casa Militar para desalojar a los manifestantes. El canal cumplió, pero con un cintillo debajo de la pantalla que decía algo así como “Estas imágenes son transmitidas a petición del Gobierno”. Cosa que no debió dejar conforme a la otra parte, porque al rato se produjo otra llamada. Pude escuchar cuando la jefa exclamó: “¡Pero Jesse! Ya hicimos lo que pediste, ¿nos vas a obligar ahora a pegarnos a la señal del canal 8?”.

Pero tuvo que hacerlo. Todos los canales privados estaban haciendo lo mismo.

A todas estas, mi madre me llamaba cada media hora para preguntarme cosas y resulta que estaba enterada de cosas que yo no sabía, y creo que nadie las sabía ahí adentro: por ejemplo, que unos periodistas de RCTV, compañeros nuestros, habían pedido asilo político en unas embajadas porque los habían amenazado; y que en los demás canales se decía que los trabajadores de RCTV estábamos secuestrados por los Círculos Bolivarianos.

Terminamos saliendo de allí a la una de la madrugada del 14 de abril. En mi caso, rumbo a casa de una compañera periodista junto con dos reporteras más, entre ellas mi querida compañera. A hacer un resumen de lo ocurrido aquella semana. A esperar el momento en que Chávez llega a Miraflores y se produce la escena del crucifijo. A lamentarnos, a relajarnos y a descansar, finalmente.

En mi caso y el de mi amiga del alma, a relajarnos.

Los insurrectos,

los consentidos

Pero la historia para nosotros no terminó el 13, ni el 14 de abril.

El domingo en la tarde salí de casa de la amiga para irme a la mía, y enciendo el teléfono celular. Para mi sorpresa, tenía mensajes de voz de algunos compañeros que hasta ese momento jamás se habían comunicado conmigo sino estrictamente para cuestiones de trabajo. Me pedían que estableciera contacto con alguno de ellos, y sin darme mayores detalles me informaban que estaban reuniéndose y que me necesitaban. Decidí esperar para verlos el lunes 15.

Cuando llego a trabajar, muy temprano, antes de las 8 de la mañana, me aborda mi jefa, la misma con quien tuve aquella fea discusión porque nos ordenó ocultar información y a quien le parecía más importante aquel material de San Cristóbal. Me recibió con un discurso increíble: dijo que saliera a reportear, que el país necesitaba saber lo que estaba pasando en la calle y que nuestra misión era informar sobre ello. De repente le estaba dando más importancia al periodismo que a la empresa. Al rato empezaron a llegar videos de aficionados que se acercaron al canal con tomas de los saqueos y protestas de dos días atrás, y el canal las empezó a transmitir, pero sin sonido.

Yo noté, al entrar en Prensa, que la sala estaba semidesierta. Yo era el único redactor y me querían poner a reportear; había dos editores, tres camarógrafos. Empecé a notar algo raro, otra vez, hasta que caí en cuenta: al no haber quien hiciera el trabajo del día, optaron por transmitir el material que se negaban a transmitir el 12 y 13. Decidí entonces comunicarme con los compañeros que me habían dejado los mensajes, y enseguida me pusieron al tanto. “Sal de ahí rápido, vamos a reunirnos en el San Ignacio. Aquí estamos todos, tenemos que hablar”. Por supuesto, acaté el llamado y cuando iba saliendo la jefa se descompuso: “¿Qué está pasando? ¿Para dónde vas? ¿Qué se están tramando ustedes? ¿Nos quieren boicotear?”.

Sentí una satisfacción, una sensación de justicia muy de pinga: por primera vez había algo que los trabajadores sabíamos y que ellos ignoraban. Dejé a esa mujer gritando ahí y fui a encontrarme con los compañeros.

Al llegar al sitio de reunión, allí al aire libre y a la vista de todo el mundo, estaban todos los que no fueron a trabajar, que era la mayoría. La Gerencia de Información en pleno, excepto los jefes: camarógrafos, editores, redactores, reporteros, locutores, anclas. Todo el mundo. De pronto caímos en cuenta de que estábamos llamado la atención. Era un grupo grande, muchas caras conocidas y emblemáticas de RCTV, un lunes y después de aquellos sucesos, y decidimos movernos a un lugar cerrado. Nos fuimos al patio de una casa en Campo Alegre, y empezamos a hacer un balance.

Quien toma la palabra es un veterano locutor, cara visible del canal y por lo tanto alguien que tenía, además de mucha experiencia, mucho que perder. El hombre resumió en pocos minutos el sentimiento de todos: los directivos de ese canal sabían lo que estaba ocurriendo y nos utilizaron, arriesgaron nuestras vidas, nos manipularon como piezas importantes no como seres humanos sino como elementos necesarios para unos fines ocultos, o ya no tanto. Y lo dijo con sus palabras un caballero que es casi patrimonio del canal, y no un guerrillero sino un señor antichavista hasta las cejas.

Esto les soltó la lengua a los demás. Cada quien intervino para hacer un reclamo y para fijar posición. Quedamos en que ahí íbamos a darle forma a un discurso único, una queja de toda el área de información a los gerentes. Estamos en eso cuando se aparece Andrés Izarra, a quien había que escuchar porque el hombre sabía cosas que nosotros no sabíamos, y nos terminó de confirmar las sospechas: habíamos sido utilizados como conejillos de Indias, como carne de cañón. Los directivos sabían desde temprano que Chávez regresaba y que estaba en vías de ser rescatado, y además sabían que los Círculos Bolivarianos iban a ir a las sedes de todos los canales. Y nos hizo una importante revelación: el Gobierno tuvo la delicadeza, desde temprano, de avisarles a todos los canales que los Círculos iban a ir de canal en canal, así que no era lógico ni prudente dejarnos ahí toda la tarde y la noche. ¿Dónde coño estaba Marcel Granier mientras allá adentro había una crisis de pánico? ¿Por qué nos dejaron ahí sin decirnos lo que sabían que iba a ocurrir?

Mientras Izarra nos cuenta estas cosas la alta gerencia de RCTV llama a alguien que estaba en la reunión, y le dice que desean reunirse con nosotros para escuchar nuestras quejas y nuestras propuestas. Alguien propuso que renunciáramos en pleno, pero al final se impuso la idea de que eso no les creaba ningún problema a los gerentes, que en dos o tres semanas reclutarían nuevo personal y salían del rollo. ¿Y la liquidación de 40 personas? Nada, eso no es un golpe para la chequera de un consorcio poderoso como ese. No cristalizó la propuesta de renunciar en cambote, e Izarra hizo su anuncio: “Bueno, compañeros, ya yo renuncié. Si esos señores vienen por ahí yo me marcho, porque yo no tengo nada que negociar con ellos. Yo los invito a que no se vayan a dejar joder ni engatusar otra vez. Ellos van a venir mansitos pero al final el objetivo va a ser ensartarlos de nuevo”. Hubo un intento final por unificar unas exigencias para defenderlas delante de los directivos, pero al no ver avances Izarra se despidió y se fue. Quince minutos después llegó Sapene acompañado de dos altos ejecutivos del canal, y con ellos hubo un intercambio de ideas, muy breve.

Al final, la rebelión terminó con un acuerdo en el cual los gloriosos insurrectos conseguimos de los directivos de RCTV lo siguiente:

1) Nos pusieron un transporte que nos llevara a nuestras casas.

2) Nos aumentaron el salario.

3) Nos garantizaron el diseño de un plan de seguridad alterno, con vías de escape en caso de momentos difíciles. No se dijo nada en lo absoluto de la manguera contra incendios.

Camardiel y yo nos miramos a la cara y nos acordamos del proyecto, del viaje a Europa para el programa del Mundial, que se había suspendido, y tuvimos esa visión: “Chamo, los gerentes están tan apenados y se sienten tan culpables que son capaces de aprobarlo todo otra vez. Por un tiempito seremos sus consentidos; vamos a aprovechar esto, nos vamos a Europa y después del Mundial renunciamos”. Todo esto fue el lunes 15.

El 16 fuimos a hablar con Sapene. A los dos minutos de conversación nos dijo: “Bueno, ¿qué hace falta para que se vayan? ¿Mi firma?”.

El 17 todos los trámites estaban hechos y los recursos aprobados.

El 19 de abril, fecha patria, tomamos el avión y nos fuimos para España.

La despedida

No renunciamos en julio, como habíamos prometido. En octubre estalló una nueva crisis, ahora por los militares que fueron a hacer su payasada en la Plaza Altamira, y nuevamente nos movieron para hacer reportes y noticias.

Recuerdo que fui a una concentración del chavismo frente a Miraflores y a una de la oposición en la plaza Altamira. A la de Miraflores fui como Productor, a verificar que el aparato de microondas funcionara y a coordinar una logística básica para transmitir en vivo, no fui en calidad de reportero. Fui con la actitud de quien va a cubrir un partido de fútbol o un concierto. La única diferencia es que en el partido de fútbol no te llaman marico ni te ofrecen coñazos. Yo estaba dentro de Miraflores, en los espacios al aire libre, y en la parte de afuera los manifestantes chavistas nos gritaban cosas. A mí esto me divertía más de lo que me preocupaba, yo simplemente les decía cosas también, les decía “Espérame ahí que ya salgo” y cuestiones de esas. Cuando veían una cámara gritaban consignas, decían “¡Que digan la verdad!”, y cuando la cámara se iba volvían a insultar y a amenazar, yo creo más bien que a desahogar unas rabias. Yo era un catire que trabajaba en la televisión y esa ocasión no la iban a dejar pasar para descargarse. Pero nunca tuve una situación grave.

Lo de Altamira fue un fin de semana. En esa oportunidad me di cuenta de que mis jefes tenían planes conmigo. Planes bien intencionados, honestamente, de convertirme en reportero de la fuente política. Ese día a mí me dio por copiar una fórmula que había visto en ESPN para presentar su noticiero deportivo. Ellos hacen una lectura literal, a veces literaria, de las imágenes, y la cosa se convierte en un juego de palabras y les queda muy bien. Por ejemplo, se ve a un aficionado que está gritando y la voz narra: “El hombre levanta su voz al cielo…”. Por supuesto, la tensión política que se vivía en Venezuela no se prestaba a esa clase de chistes, las notas ameritaban un formalismo, una seriedad y tal, pero yo quise experimentar un día, y le pedí al camarógrafo que en lugar de hacer las mismas tomas de los militares tomara a la gente asomada en los edificios, a los niños trepando en los árboles, al señor que estaba dormido, a los vendedores, y con ese material hice eso que ellos llaman una “nota de color”. La cosa gustó y produjo justamente el efecto que yo no deseaba, pues a cada rato me pedían que montara una noticia de dos minutos, me daban imágenes que les parecían propicias para esa clase de notas, y me fueron metiendo. Y yo a hartarme otra vez.

Renuncié a RCTV en diciembre de 2002, durante los primeros días del paro petrolero, pero no porque estuviera descontento con el paro sino porque estaba descontento con el canal. Creo que es un proceso natural; tú trabajas en una empresa hasta que te hartas de la empresa y te vas.

Unos días antes de que se anunciara el paro, creo que el 2 de diciembre, tuve algo así como una revelación, un punto de quiebre. Ese día había una manifestación de chavistas frente a la sede del canal. Voy como un pendejo (honestamente, me sentía como un pendejo), con un chaleco antibalas y una cámara para hacer tomas, para grabar desde arriba, desde la terraza. Abajo los chavistas me ven y me hacen señas, me pintan una paloma, yo les respondo igual. Un hombre que estaba abajo con una cámara me apunta y me la señala, como queriendo decir “Te estoy grabando”, y yo hago lo mismo. Otro me hace una argolla con los dedos, yo le tiro un beso. Me gritan, se ríen, yo me río.

Ahí fue cuando reaccioné. Pensé: “A ver, yo me estoy metiendo con estos carajos porque me parece divertido, pero en el fondo no es divertido, mi situación no es nada divertida. Yo gano 340 mil bolívares, con eso no vive nadie; mi jefa me cae mal, tengo que obedecer órdenes de unos tipos que considero ignorantes y chupamedias. Además tengo un mes y medio sin hacer una nota deportiva. ¿Qué coño estoy haciendo yo aquí?”.

Al día siguiente renuncié. Cumplí un preaviso hasta enero y me largué de allí. Ya era hora.


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Edgar Márquez (dirigente sindical, Caracas)

Balas y hospitales

Después del paro patronal del 10 de diciembre de 2001, yo pasé a formar parte de la Dirección Nacional del frente de Salud, uno de los equipos de la Fuerza Bolivariana de Trabajadores. Era trabajador del Seguro Social y Secretario de Organización en Caracas. Ya el clima político se notaba enrarecido en Caracas, llega el día 23 de enero y con él un momento importante, pues tanto el Gobierno como la oposición organizaron marchas multitudinarias.

La de ellos fue una marcha respetable, incluso creo que numéricamente superior a la nuestra, pero sobre todo fue una demostración de poder y de organización. Ese hecho y el contenido de los discursos de los dirigentes nos daban señales claras de que la oposición no estaba jugando a batirse en un escenario democrático sino que venían por otro sendero, por la ruta de la insurrección, la subversión o el golpe de estado. Para el movimiento popular fue una ocasión propicia para realizar un balance, para reagrupar fuerzas que estaban dispersas.

Estamos en esas faenas cuando se produce el pronunciamiento del coronel Pedro Soto contra el Gobierno (7 de febrero), otro golpe de efecto que hoy pudiera verse como aislado y sin importancia, pero en su momento enardeció a mucha gente que se dejaba cautivar por el discurso de la derecha. Así que, quienes hemos hecho vida en el movimiento popular, toda su militancia, amigos y simpatizantes, nos propusimos armar una estrategia de defensa de Miraflores, un plan de defensa. En concreto, decidimos crear un corredor defensivo desde Carmelitas hasta las inmediaciones del Palacio. También decidimos, ya los primeros días de abril, conformar un equipo de dirección que presentara líneas de acción a las cuales todos los grupos respondiéran. El equipo era de ocho camaradas, escogidos por su solvencia, su capacidad y su compromiso. Estábamos en ese equipo Juan “Topocho”, Bartolo Hernández, Gonzalo Gómez, mi persona y otros compatriotas.

Esto no fue una decisión del Gobierno sino del movimiento popular. Cada rato llegaban rumores: que si los motorizados del este van a venir a asaltar a Miraflores, que van a movilizarse para el centro y dirigirse al Palacio. Nosotros, desde una visión vanguardista y de lucha de clases, asumimos que era necesario evitar que se produjera ese escenario. El centro era, por decirlo de alguna manera, territorio chavista, de modo que era punto de honor impedir que las movilizaciones de la derecha penetraran ese territorio.

Esto era una actividad permanente, la movilización de cuadros nuestros por ese corredor. Esto tenía por objeto prepararnos para cualquier eventualidad, contener cualquier aventura promovida por los sectores del golpismo y el terrorismo. Con el tiempo pudimos comprobar que, efectivamente, el plan tenía un asidero en la realidad, no fue una medida aérea.

Este “colchón humano” lo conformaban fundamentalmente trabajadores de la administración pública cuyas oficinas y lugares de trabajo quedaban en el centro de Caracas: trabajadores del Conac, del Seguro, de los ministerios del Ambiente, del Trabajo. Yo trabajaba en la sede del Seguro Social de Altagracia, ubicado entre los ministerios de Finanzas y de Educación. Y así se fue conformando una red de resistencia y protección, la cual agrupó a buena parte de los militantes y civiles afines a nuestro proceso que asistía diariamente a trabajar en un radio de cinco cuadras alrededor de Miraflores, estaba alerta. Estratégicamente nos sentíamos blindados, y desde el punto de vista de la presencia humana, del activista y el hombre comprometido, lo estábamos.

Marcas en el rostro

Otra de las tareas del equipo fue activar una sala situacional que monitoreara todo lo que estaba sucediendo. Conseguimos, mediante una red de inteligencia bien articulada, establecer algunos contactos clave en las reuniones de la oposición en el este de la ciudad, y también en Maracay y Valencia. Aunque esto puede verse como un logro estratégico, hay que decir que durante aquellos días los llamados a la desobediencia y a la subversión eran abiertos, ellos no tuvieron ningún tapujo en decir públicamente cuáles eran sus objetivos.

El día 10 de abril, a las 4:30 de la tarde, tuvimos que movilizarnos desde Llaguno dos equipos grandes de personas hacia Chuao porque había sido quemado un camión nuestro que llevaba un equipo de sonido y una camioneta de apoyo. Tenían secuestrado al diputado Reinaldo García, a Richard Peñalver y a otros compatriotas. En nuestra condición de conocedores de ciertas tácticas, hicimos una cuña humana: un grupo se abrió paso entre la multitud de ellos para abrirla en dos y crearle un corredor de salida a los nuestros. Hubo golpes y conatos de mayor violencia, pero el asunto no llegó a mayores.

A quienes estuvimos ahí nos sorprendió lo numeroso de la reunión en el espacio que ellos llamaron “Plaza de la Meritocracia”, la multitud que se trasladaba desde las urbanizaciones y también los niveles de agresividad, el clima sicológico. Uno veía señoras de setenta años y más, gritando con un paroxismo y unos niveles de odio que impactaban.

Esa noche tuvimos una reunión decisiva. Teníamos a mano varios informes, provenientes de nuestras redes. Una que llamamos “red de altura”, encargada del monitoreo de la ciudad desde la parte alta de edificios de ubicación estratégica. Otros grupos que hicieron un conteo rápido de los comercios que habían acatado el llamado a paro, la verificación de la gente que fue o dejó de ir a trabajar en esos días. Todo el cuadro, todo el escenario, todo el conjunto de informes que analizamos esa noche, apuntaban hacia una sola conclusión: ellos tenían programada su jugada para el día 11 de abril. Era como ver desprenderse una pelota de nieve allá arriba en la montaña; sabíamos que al llegar abajo ese no iba a ser su tamaño. A la una de la madrugada decidimos comunicarnos con todas las organizaciones conocidas del movimiento popular para que generáramos un colchón humano alrededor de Miraflores desde las seis de la mañana. A todos. Grupos sociales, religiosos, grupos culturales, líderes vecinales con sus allegados.

A eso de las diez habíamos contabilizado aproximadamente a 25 mil personas entre Miraflores y Carmelitas.

Las incidencias de la marcha y la concentración del este nos las fueron comunicando por teléfono: la llegada de la multitud a Chuao, el discurso de Ortega y los demás, la decisión de venirse hacia el centro. Cuando recibimos la confirmación de esa noticia, la movilización que venía, se tomó la decisión de marcarnos el rostro con dos rayas rojas, para identificarnos y distinguirnos de ellos. No contábamos con un factor, del cual por supuesto nada sabíamos: que los francotiradores iban a poder identificarnos más fácilmente también.

Recuerdo que le dije a quien entonces era Presidente del Seguro Social: “Manda a traer todas las ambulancias, porque seguramente las vamos a necesitar”. Era evidente que iba a haber enfrentamientos, iba a ser un choque de una multitud contra otra. Creo que el hombre nunca dio esa orden.

Tácticas de guerra

Decidimos dirigirnos, yo junto con otros compas del equipo de dirección, hacia el liceo Fermín Toro y El Calvario, que fue adonde se dirigió la marcha cuando llegó. Allí pude ver e involucrarme en las primeras escenas de violencia.

La situación frente al Fermín Toro era la siguiente: un grupo avanzando por la parte de atrás hacia El Calvario, y que seguramente buscaban la vía de Pagüita para buscar la puerta de atrás de Miraflores, y un grupo enfrente del liceo preparándose para atacar. Era fácil identificarlos, por las tácticas y por la actitud. Esos no eran carajitos del este, eran cuadros de Bandera Roja. Llegamos hasta allá y los confrontamos. Ellos nos conocían y nosotros los conocíamos. Nosotros sabíamos a qué venían y ellos sabían qué fuimos nosotros a hacer. Era una situación que habíamos vivido antes en otras circunstancias, sólo que ahora estábamos en aceras distintas.

Empezó una dinámica conocida: nos gritaron algunos insultos, nosotros les gritamos también. Se formó una discusión cara a cara; De pronto los buhoneros entraron en acción, a favor nuestro, enardecidos porque los que venían en la marcha les tumbaban la mercancía para robar o para crear el caos, y se formó la coñaza. Estoy seguro de que esa fue la primera escaramuza, anterior incluso a la del puente Llaguno. Entre nosotros y los buhoneros los hicimos retroceder. Fue entonces cuando intervino la Metropolitana, hacen un cordón entre nosotros y ellos, y mientras los policías nos gaseaban para hacernos subir la esquina de Bolero (esquina este de Miraflores) los de Bandera Roja se dedicaron a demoler el muro del Fermín Toro, para tener escombros que lanzar y seguir la confrontación. No pudimos subir a la esquina de Bolero porque la Guardia Nacional nos lo impidió, por lo que decidimos seguir hacia la esquina de Muñoz, en la avenida Baralt.

En el momento del repliegue vemos que uno de los muchachos de Bandera se cuela entre nosotros, y que trae un morral. Nos detenemos un momento a respirar, nos metimos en una alcantarilla para evitar los gases lacrimógenos, tomamos aire y nos fuimos a capturar al muchacho. En el morral llevaba tres pistolas y varias cacerinas; unos compañeros se quedaron con esas armas y al muchacho lo dejamos ir. Nosotros seguimos hacia Muñoz y luego bajamos rumbo a la estación del metro de Capitolio, donde todavía quedaban restos de la marcha y unos cuantos policías.

Un brazo elástico y un sonido

como de bolas de billar

Nos dirigimos hacia allá por la acera oeste para repeler a quienes tenían intención de subir. Avanzamos unos cincuenta metros y logramos sorprender a varios motorizados de la Metropolitana que estaban repeliendo a la gente hacia arriba, hacia Llaguno. Cuando estos compatriotas ven que hay un grupo de camaradas que toma esa iniciativa y les plantea combate a los metropolitanos, se animan y comienzan a bajar. Es entonces cuando hace acto de aparición “La Ballena”, que hasta ese momento estaba por los lados del Fermín Toro.

Recuerdo que quienes íbamos adelante llegamos a un quiosco, justo frente a un banco que quedaba o queda a mitad de la cuadra. Veo que se acercan varios motorizados de la PM y nos comienzan a disparar, allí en medio de la avenida. No tuve tiempo de devolverme o de protegerme detrás del quiosco. En medio de la metralla policial sentí un golpe en el brazo izquierdo y el mundo empezó a caminar en cámara lenta.

Tengo algunas imágenes surrealistas grabadas en la memoria: yo estaba agachado cuando sentí el impacto, y cuando me levanté vi el brazo en la última posición en que lo tenía, estirado como si fuera de goma y pegado del pavimento, con un radio para comunicarme destrozado en la mano. Cuando quise soltar el radio la mano no me respondió, tuve que abrir los dedos con la ayuda de la mano derecha, porque la izquierda estaba ahí muerta, agarrando el radio por puro impulso reflejo. Después cogí el brazo y lo metí en la manga de la chaqueta, como quien mete algo en una bolsa.

Mientras hacía esta maniobra sentí que el húmero, el hueso grande que conecta al brazo con el hombro, sonaba dentro de la carne como cuando uno organiza unas bolas de jugar pool con una piña. Ese era el sonido exacto. Desde entonces no he querido volver a jugar pool, porque me recuerda ese sonido y esa sensación. Unas horas más tarde supe, ya en el hospital, que una bala de las denominadas dum-dum, de esas que estallan dentro del cuerpo y expulsan todas las placas de plomo, me había pulverizado ese hueso, el húmero. La radiografía reveló que había quedado como una caña de azúcar cuando la exprimen y la parten por el centro, abierta a lo largo y deshecha. Uno de los fragmentos del proyectil salió por la espalda, y otro, del tamaño de una uña, me perforó un costado y el tejido que recubre al pulmón izquierdo y allí tengo todavía la esquirla, pegada al músculo del corazón.

Yo sé algo de primeros auxilios. Cuando sentí la sangre y la perforación en la espalda pensé: “Ya está, ahora seguro me perforaron una arteria y se me jodí, hasta aquí llegó el hijo de Elba”. Los compañeros que me cargaron cuando ya no pude caminar más me pegaban en la cara, tratando de reanimarme, o más bien tratando de que no me desvaneciera. Después me contaron que entraron en pánico porque yo dizque volteaba los ojos. Recuerdo que traté de resistir pero de todas formas perdí el conocimiento. No recuerdo el momento en que me dejaron en Miraflores.

“Que se le muera a usted en sus manos”

Una de las falsedades que escuché después es que el Gobierno tenía todo preparado y que había hasta un hospital de campaña. Yo desperté a tiempo para ver que allí no tenían nada preparado, no habían previsto nada para una emergencia como aquella. Yo fui el primer herido que ingresó allí. Había una colchoneta militar de lona, un médico y una enfermera. A los pocos momentos de yo despertar empezaron a llegar heridos y muertos: Josefina, la mujer embarazada con el tiro en el estómago, el Disip a quien le dieron en la cabeza y a quien dieron por muerto, pero afortunadamente quedó con vida; un hombre con un tiro en el abdomen que sí falleció.

No había ni siquiera un vehículo para transportarnos hacia un hospital. A mí y a un muchacho nos llevaron al hospital de Lídice en un jeep rústico, de los que usan en las rutas troncales. Le cedí la única camilla porque estaba en peores condiciones que yo. Fue al final de la tarde, pero todavía estaba claro el día.

En Lídice me inmovilizaron el brazo con un entablillado, me pusieron un calmante y me hicieron una placa, acostado en una camilla. El médico le pidió a una enfermera que me hiciera otra placa, sentado, y ella al ver la herida de la espalda le respondió: “Qué va, doctor, si quiere siéntelo usted, y que se le muera a usted en sus manos. Yo no lo voy a sentar porque no quiero hacerme responsable de la muerte de este señor”. El médico lo hizo. Luego me conectaron una cantidad de mangueras por la nariz y en los brazos, y me llevaron a un lugar donde siguieron llegando heridos.

De ellos, recuerdo a una muchacha de quince años, a quien una bala le había atravesado los dos brazos y los dos antebrazos, y a su tía, que ingresó con un disparo en el abdomen con salida por la espalda, pero se salvó. Ingresó también un camarada de Quinta República con un tiro en la cadera. Este compa no dejaba de gritar, y yo tratando de darle ánimo le decía que dejara la lloradera y que saliéramos otra vez a defender la cosa allá afuera, pero el hombre de verdad se encontraba en estado crítico.

Ya de noche tomé una decisión, no sé si trastornado por el tiro o los calmantes, o porque me fluía mucha adrenalina: le pedí una bata desechable a una enfermera (la camisa y la chaqueta habían tenido que destrozármelas para poder exponer las heridas), cogí toda esa regorgalla de tubos guindando y la bolsa de suero y salí del hospital. Como había una conmoción por la cantidad de heridos que estaban llegando, seguramente no me vieron. En condiciones normales no hubiera hecho eso.

Le caí al primer tipo que vi ahí afuera con un carro y le pedí que me hiciera una carrerita hasta el Pérez Carreño; ahí conocía a la directiva y a varios médicos, pues es un hospital del Seguro. El hombre me dijo que no, porque la cosa estaba muy fea en la calle, y yo le pedí que me llevara entonces hasta la estación del metro de Agua Salud. Debe ser que el señor se condolió de mí, porque me llevó hasta el Pérez Carreño y me dejó a unos metros de la Emergencia, adonde entré caminando. Pregunté por unos médicos conocidos, enseguida me atendieron y quedé hospitalizado.

En la sala donde me encontraba pude ver algunas imágenes en la televisión, y presumí que las cosas no estaban bien. Un caballero que estaba allí me ofreció un celular para que llamara a mi familia y yo llamé, pero con mucha cautela: no directamente a mi familia sino a uno de los compañeros del Seguro, quien sabría con quién comunicarse y cómo dar conmigo.

A sacudirse la sorpresa

Tampoco estaban bien las cosas para mi mujer: ella me había llamado en la tarde, justo cuando me estaban trasladando a Miraflores, y alguien que recogió mi teléfono al caer le dijo “Señora, a Edgar lo mataron, búsquelo en la morgue”. Fue lo que ella hizo, ir de hospital en hospital. Tanto ella como los compañeros que estaban en el centro creían a esas alturas que yo estaba muerto. A las diez de la noche mi esposa llegó a Lídice y vio mi nombre en el parte de entrada en el cuaderno de ingresos. Poco después ya mi suegro tenía mi ubicación y fueron a buscarme al Pérez Carreño.

Llegaron al hospital y me hicieron un resumen de los sucesos. Les pedí entonces que me ayudaran a levantar, volví a recoger los tubos y el aparataje y también me fui de ese hospital. Una enfermera me preguntó a dónde iba y hubo que explicarle la situación: yo era un dirigente nacional ligado al proceso y lo que venía ahora era un régimen de derecha, una persecución. No podía quedarme allí. Me trasladaron a una concha en el este de Caracas, y apoyado por un equipo de médicos y enfermeras improvisamos una base de operaciones, una especie de clínica, para comenzar mi rehabilitación. Pero esa misma madrugada, a eso de la una, me sobrevino un derrame en el ojo y el oído izquierdos. Tuvimos que salir de urgencia para el hospital Clínico Universitario, ingresé con una identidad falsa y allí me atendieron.

El derrame era un excedente del que tuve en la pleura; la sangre se empezó a acumular en la caja toráxica y tuvieron que cortarme y drenar. De no haber tenido ese episodio no hubiera podido darme cuenta del derrame interno y el pulmón hubiera quedado flotando en una bolsa de sangre. El proceso duró cuadro horas. A las cinco de la mañana salí de ahí otra vez, rumbo a la concha, que fue acondicionada con todos los equipos para que yo permaneciera una larga temporada.

Ese día, el 12, me consiguieron dos millones de bolívares en tarjetas telefónicas y comencé a llamar a todos los conocidos. A sacudirnos la sorpresa, a tratar de tener información y organizar algunas acciones, haciéndoles ver que estaba activo en la calle, sin revelar mi verdadera situación.

De todo lo ocurrido los días 12 y 13 me enteré al momento debido al contacto permanente con los compatriotas activos en La Guaira, en Catia, en Petare, en el 23 de Enero. Supe de la resistencia planificada de los grupos organizados y más tarde de la rebelión espontánea del pueblo, de la gente de a pie. Supe de la resistencia en la avenida Sucre, del cierre de la autopista Caracas – La Guaira, del desconocimiento del régimen de Carmona por parte de la 42 Brigada de Paracaidistas nunca estuve tan inmóvil pero al mismo tiempo tan activo y tan bien informado.

Respecto a nuestra organización como movimiento popular, la experiencia nos sirvió para detectar una falla: estuvimos varias semanas preparándonos para un momento específico, pero no teníamos el plan alternativo, la continuación. Si ganábamos no habíamos preparado lo que venía después; y si perdíamos, como en efecto ocurrió, tampoco teníamos organizado un plan de acción. Creo que al final las cosas salieron demasiado bien, dadas las circunstancias.

El lunes 15 regreso al Pérez Carreño. Yo esperaba que los médicos se sorprendieran, pero el sorprendido fui yo: ellos ni sabían que yo me había fugado hacía tres días.

La reconstrucción

Tuve la suerte de conocer muchos médicos y de contar con la solidaridad de muchos de ellos. Conté con los servicios de uno de los mejores especialistas de América Latina en reconstrucción mediante esos aparatos que llaman tutores, que son unas estructuras de titanio que sobresalen de la piel y fijan por dentro los huesos fracturados. Yo estaba resignado a perder el brazo y todo indicaba que iba a ser así, porque el húmero es un hueso hueco, que tiene por dentro un nervio. Si éste se rompe o se lesiona puede inutilizar toda la extremidad. El equipo médico descubrió que, increíblemente, aunque el hueso estaba despedazado el nervio estaba intacto.

Procedió entonces el especialista a hacer una obra de arte: sujetar el extremo de arriba y el de abajo, colocar entre ambos las astillas de hueso, inmovilizar la extremidad y esperar a que el cuerpo hiciera su trabajo de soldadura, los cayos naturales, mediante la calcificación.

La operación fue el 20 de abril; el primero de mayo me llevaron a Plaza Venezuela para que hablara en una tarima frente a los trabajadores que asistieron a la marcha. Tardé unas semanas en poder moverme por mis propios medios, con el brazo inmovilizado y pegado al cuerpo. Y el tutor en su sitio cumpliendo su función. Un poco más y me aboco a la conformación de la Asociación de Víctimas y Familiares de Víctimas del 11 de abril (Asovic), ONG que congregó a la totalidad de las personas que fueron heridas por las fuerzas de la reacción y por la Policía Metropolitana en el centro de Caracas.

El 3 de noviembre de 2002 acudí con varias de esas personas al Tribunal Supremo de Justicia, donde un grupo de personas identificadas con la oposición se habían instalado allí en carpas, acusando al Gobierno y abrir un juicio. Nosotros decidimos que si esas personas podían pedir justicia por sus muertos nosotros teníamos derecho de hacer lo propio. Porque también éramos víctimas, porque teníamos muertos, y porque teníamos identificados a nuestros agresores y éstos no eran precisamente del Gobierno.

Ese día la Guardia Nacional arremetió contra nosotros, a mí me agraden unos funcionarios de la Guardia, me fracturan una costilla; me lanzaron contra una jardinera y el tutor se me movió un centímetro. Al poco tiempo me cambiaron el tutor por una férula de plástico.

Los monitos de Vivancos

Antes, en el mes de junio, Darío Vivas había creado en la Asamblea una oficina de atención para que los familiares de las víctimas comenzaran a organizarse. También se habían dado unas reuniones entre los que habían sido heridos, encuentros en el Puente Llaguno. Allí fuimos conociéndonos y yo me fui formando un criterio. Como cuadro político, fui entendiendo que la respuesta a la oposición tenía que ser política, ya que ellos estaban imponiendo un discurso que decía que todos los muertos y heridos fueron de ellos, y que Chávez los había mandado a matar. Había algo que estaba muy claro allí: a mí y a unos cuantos más nos habían herido defendiendo la institucionalidad. Entonces había unos asesinos que culpar. En el mes de junio empezamos a contactar a algunas víctimas, a reunirnos en la plaza del Banco Central, y decidimos movilizarnos.

El primer diario al que nos dirigimos fue El Nacional, para dar nuestra versión, y en nuestra cara nos dijeron que eso no les interesaba. Más o menos el mismo tratamiento recibimos en los demás medios de comunicación. En VTV ni siquiera nos atendieron. Había una camioneta de la policía de Peña que nos seguía cada vez que nos concentrábamos y nos filmaban. Comenzamos entonces a pensar en otras medidas de presión, como la toma de alguna embajada. Pero poco a poco fueron abriéndose espacios en la Vicepresidencia, en los tribunales, en la Fiscalía. Los miembros llegaron a ser 118 víctimas y familiares.

Muchos familiares de víctimas, y también heridos, optaron por no denunciar por temor a represalias, pero un grupo se mantuvo firme y con ellos se pudo llevar adelante algunas acciones.

Sucedieron cosas increíbles como que a algunos heridos recibían sobornos por parte de elementos de la oposición. A un joven que recibió un disparo y perdió un riñón lo llevaban a comer en restaurantes lujosos y llegaron a ofrecerle 25 millones de bolívares para que acusara al Gobierno de sus lesiones. A otro hombre lograron prácticamente bajarlo del avión que iba a llevarlo a operarse en Cuba, ofreciéndole 11 millones. El hombre me dijo con toda franqueza que si le ofrecía 15 se iba a Cuba y se incorporaba a nosotros. Por supuesto, no se le siguió el juego. Pero varias víctimas fueron convencidas, se cuadraron con la oposición.

En septiembre de 2002 viajamos a Estados Unidos a denunciar el golpe de estado. Fuimos a Nueva York, a Washington y a Miami. Nos hicimos escuchar en la Organización de Estados Americanos, en la ONU, en Human Right Watch, en el Instituto Republicano. Me llevé los videos, testimonios, informes médicos, todo el material que me sirviera de apoyo para sustentar la denuncia, entrevistas. Nos reunimos con Gaviria, con Noriega. En Nueva York hablé en las universidades bautistas. Más tarde nos tocó ir a La Haya, a Italia, a España.

Un episodio muy revelador se produjo cuando nos reunimos con Vivancos, en la ONU. Estábamos en la antesala, esperándolo para comenzar la reunión, y apenas llegó nos dijo: “A ver, este poco de monitos, qué circo me tienen”. No me paré a clavarle un coñazo porque no hubiéramos podido cumplir nuestro objetivo, que era hacerlo escuchar nuestra versión y hacerle saber nuestra posición.

A nuestro regreso, entre septiembre y octubre, cuando finalmente se abre el juicio contra la Metropolitana, logramos precisar, a través del Ministerio Público, a algunos funcionarios. Entre ellos, a uno que pude identificar como el sujeto que me disparó en la avenida Baralt. Lo encontré en el tribunal y le dije: “¿Tú te acuerdas de mí? De vaina no me mataste”. Ellos todavía siguen presos, tienen la comandancia por cárcel.

En aquel momento de inicio de la causa, más de una vez se me paró un motorizado al lado del carro, mostrándome una bala, y diciéndome: “Esta tiene tu nombre. La PM es una familia muy grande”. Una táctica clara de amedrentamiento.

A estas alturas ni siquiera recuerdo fácilmente ni el nombre del policía que me pegó el tiro. Lo recordaría si yo lo asumiera como una cuestión de revancha, como un asunto personal entre yo y ese policía. Para mí la pelea es más profunda y más importante: a quien hay que ganarle es a la impunidad. Porque es la impunidad la que permite que haya delincuentes, golpistas y traidores que le juegan sucio al país, y después se quedan tan tranquilos porque saben que no la van a pagar.


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Colectivo El Cayapo (Fragmentos de su testimonio)

Comunicadora social

Nuestro colectivo tiene gente en varias ciudades: Caracas, Valencia, Barquisimeto. Cuando estalla la crisis y a Chávez le dan el golpe de estado decidimos irnos a Barquisimeto, porque la casa de Valencia estaba demasiado expuesta. Freddy, uno de los compas que está en Caracas, pasó a unirse con nosotros en Valencia, le dejamos unas instrucciones a otro que vive en Guacara para que transmitiera unos correos electrónicos con informes de la situación, pero de la siguiente forma: en un espacio de no más de diez minutos tenía que pasar los correos desde un centro de comunicaciones e irse de ahí, por si acaso estaban rastreando eso también, que debe ser muy fácil por cierto.

Nos fuimos a Barquisimeto, buscamos al amigo que vive allá y nos fuimos a la plaza Bolívar. Poco a poco aquello se empezó a llenar. Un piquete de la Guardia Nacional, comandado por un capitán, llegó y comenzó a tratar de convencernos de que nos dispersáramos. A tratar de sacarnos. A esa hora ya se había regado la voz de que Chávez regresaba, que Baduel estaba alzado, y los que estaban en la plaza empezaron a no pararle bolas a la Guardia. La calle empezó a llenarse de caravanas, vimos un poco de carros haciendo bulla y tocando corneta. Nosotros nos limitábamos a estar ahí y de repente a gritar alguna consigna. Y a ver cómo reaccionaba el pueblo, que siempre es lo más interesante.

Vimos a un borracho que tenía rato caminando por la plaza, y de pronto empezó a gritar: “¡Esta me la pagan! ¡Esta me la pagan! ¡A mí nadie me tumba al Presidente!”.

Y la mejor lección del día 12. Una señora llega con un montón de bolsas de regalo, que seguramente las compró o se las robó en algún quiosco, y se sienta en el piso. Comienza a romperlas y a alisarlas por el lado de adentro, una por una. Cuando terminó de hacer esto ya tenía un montón de hojas blancas (blancas por un lado y de colores por el otro) de todos los tamaños. Sacó un lápiz y empezó a escribir en cada una de las bolsas: “Viva Chávez”, “Exigimos que nos devuelvan al Presidente”, “Queremos ver a Chávez”. Aquella mujer estaba improvisando pancartas y volantes para regalárselo a la otra gente.

Nosotros, que nos llenamos la boca diciendo que somos comunicadores, escritores, poetas y editores, que hacemos un periódico y hemos publicado varios libros, nos alegramos mucho de que una comunicadora del pueblo se nos hubiera adelantado, y decidimos comprar una o dos resmas de papel y unos marcadores, y empezar a hacer lo mismo: empezamos a llenar aquellos papeles con los mensajes y consignas más adecuados que habíamos escuchado ahí, y empezamos a repartirlos.


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Jhonny Moreno (luchador social, parroquia El Valle, Caracas)

Resistencia sobre ruedas

Al comenzar los años 80 yo estudiaba y trabajaba en la Universidad Central de Venezuela. Era estudiante de Farmacia y trabajaba ahí también; era auxiliar de farmacia en la proveeduría. Era también, desde muy joven activista político; yo era cuadro de Ruptura desde finales de los 70.

Siempre pasan cosas que le cambian a uno la vida, y a mí me ocurrió el 24 de diciembre de 1981. El 23 estuve celebrando con unas compañeras de estudio en Caracas, y al otro día me fui de viaje para mi pueblo en el estado Yaracuy. Después de pasar El Palito, cerca de Morón, el chofer del carro en que iba se quedó dormido, se salió de la vía por un puente y nos estrellamos. No hubo víctimas pero sí lesionados leves. Mi lesión tampoco era grave, pero los pasajeros al ver que no me podía mover me sacaron del carro como pudieron, me halaron y me acostaron afuera. Al principio ningún carro se quería parar y yo necesitaba ayuda. Me montaron entonces en un camión que traía unos cochinos, y así me llevaron al hospital. Cuando desperté no sentí las piernas. Supe enseguida qué clase de lesión tenía, ya que yo fui voluntario en los bomberos allá en Yaracuy.

En efecto, después de hacerme las radiografías me dijeron que tenía una lesión en la columna vertebral. Una lesión que al principio no había sido grave, pero cuando me halaron para sacarme del carro, que es lo que los bomberos y paramédicos recomiendan no hacer, la fricción que tenía entre las vértebras cortaron la médula y ya no pude caminar más. Tuve que acostumbrarme desde entonces a andar en silla de ruedas.

Lo tomé con resignación y disposición a seguir adelante con lo que hubiera. Yo tenía 23 años, pero desde muchacho me había formado y había adquirido una conciencia política que me ayudó bastante en mi recuperación. A nosotros siempre se nos insistía en que sea cual fuere la adversidad el ser humano tiene que alzar sus banderas y seguir luchando. Tuve que dejar de estudiar, pero le puse empeño a la vida desde el proceso de rehabilitación. Las sesiones comenzaban a las seis de la mañana, y a veces eran las dos de la tarde y yo estaba ahí todavía. Los médicos me decían en broma: “Deja la fiebre, muchacho”.

Me dediqué a hacer unos cursos y a practicar atletismo. No había pasado un año desde el accidente cuando me seleccionaron para representar a Venezuela en los Juegos Panamericanos Especiales en Canadá; me traje medallas en los estilos: libre, mariposa y espalda. Después de eso me dediqué a practicar otras disciplinas atléticas y basquetbol.

He participado cuatro veces en el maratón de Nueva York; la primera vesz que asistí llegué en el puesto 12. La última vez que acudí fue en el año 2001, justo después del atentado contra las Torres Gemelas. En esa oportunidad viví en carne propia la tremenda paranoia del Gobierno gringo: al llegar al aeropuerto me revisaron la silla de ruedas tubo por tubo. No encontraron ninguna bomba. Tampoco encontraron el motor revolucionario con tracción de sangre yaracuyana que me hizo llegar entre los diez primeros lugares.

Aparte de eso he sido fundador de la Asociación de Deportistas sobre Sillas de Ruedas, facilitador de la Misión Robinson, educador de calle en el programa Niños de la Patria y ahora trabajo en un ambiente de la Misión Cultura.

Así que aquel percance no me postró. No voy a decir que mi vida después de aquello fue mejor o más cómoda, pero lo asumí como una segunda parte de mi vida, y me he adaptado bien. Tengo un pana que me dice: “Tú no puedes decir que tienes años echándole piernas, pero sí puedes decir que le has echado una carreta de bolas”.

A veces hago un esfuerzo por imaginarme cómo sería mi vida si pudiera volver a caminar, y no me la imagino. Esta es la vida que me tocó y me siento bien.

Un yeso ahí, para variar

El día 23 de Enero del año 2002, para variar, sufrí otro accidente. Yo venía en una camioneta desde los Valles del Tuy, choqué con otro carro y me fracturé la pierna izquierda; tuvieron que ponerme un yeso que me obligaba a mantener la pierna recta. El golpe de estado de abril me agarró andando en silla de ruedas, como siempre, y además sentado en una muleta que me sostenía la pierda por debajo y me la mantenía derecha.

El día 9, cuado arrancó el paro convocado por los golpistas, se hizo un llamado para que nos concentráramos en la plaza de El Valle. De ahí me fui para El Silencio a apoyar al grupo de los nuestros que se había concentrado ahí, a demostrar que la ciudad estaba activa y que aquí no se acataba el llamado a paro. En esos dos lugares había compatriotas que estuvieron alertas, los medios decían que el 90 por ciento del país estaba paralizado y eso había que enfrentarlo y desmontarlo.

No pude estar todo el tiempo en la calle porque mi suegra estaba recluida en el hospital Clínico Universitario. Después que cumplía la jornada en el día me iba en la noche para allá. En ese hospital fui testigo de una situación bastante inhumana. La mayoría de los médicos eran antichavistas y celebraban y aplaudían cada vez que había noticias de los movimientos de la oposición, se veían contentos porque sabían que algo iba a pasar, que algo venía. Pero lo verdaderamente grave era que cuando se enteraban de que había allí un paciente que estaba con el proceso, le retardaban la operación, no lo atendían rápido, lo ponían a pasar trabajo. Yo vi ese tipo de cosas en el Clínico.

El 11 de abril, temprano, me fui para el centro porque ya la cosa estaba poniéndose muy tensa. Yo me iba enterando del desarrollo de la actividad de los antichavistas allá en el este, por radio y televisión, y también por teléfono conversando con amigos. Me fui en el metro, estuve frente a Miraflores y en el puente Llaguno, y antes de mediodía decidí irme para el Clínico porque mi mujer y su mamá estaban solas y muy nerviosas. Tomé otra vez el metro hasta la Ciudad Universitaria y me instalé con ellas a ver todo aquel conflicto en un televisor pequeño.

Los sucesos del 11 de abril, el golpe de estado, los vi y los sufrí allí, en un cuarto de hospital. Y para agravar la cuestión tuvimos que calarnos los gritos y la alegría de los médicos a medida que iban pasando las cosas. “Se tiene que ir, lo vamos a tumbar”, decían a cada rato. Tuve que soportar aquello sin poder irme para el centro y sin poder ponerme a discutir con esos médicos. Yo le había dicho a mi esposa que iba a pasarla ahí con ellas. Aguanté las ganas de irme para el sitio a participar de cualquier forma, y pasé mi trago amargo y mi angustia en el hospital.

A las 11 de la noche, cuando se comenzó a decir que habían tumbado a Chávez, no aguanté más y me fui para El Valle, rodando en la silla de ruedas porque no había metro ni camionetas de pasajeros. No tuve chance ni de sentir el cansancio, porque no podía sacarme de la cabeza esa idea tan jodedora: tumbaron al tipo, cómo puede ser posible. Creo que hasta lloré de la angustia y de la rabia.

Atravesé el paseo Los Ilustres, que estaba solo y oscuro a esa hora; rodé hasta el cruce que da a Santa Mónica por un lado y a La Bandera por el otro, subí la rampa que da a El Valle y llegué a la zona, cerca de mi casa, que queda en San Andrés. Me encontré con un compa y tuve una conversa rápida con él. Estaba triste, derrotado; “Nos jodimos, Jhonny, se cayó esta vaina”, me decía. Yo le respondí: “¿Cómo que nos jodimos? ¿Vamos a dejar eso así? Ahora es que vamos a tener que estar en la calle”. Terminé de llegar a la casa, me tomé un trago de ron que tenía por ahí, me eché un baño y salí a la calle otra vez.

Di vueltas un rato hasta que me encontré con otra gente, pero eran grupos aislados, pocas personas. Les pregunté por los miembros de la Junta Parroquial, por los activistas de la zona. Me dijeron: “no, esos están escondidos”. Rodé un poco más, hasta el puente que comunica con el Fuerte Tiuna, vi que no había casi nadie y regresé a mi casa a descansar, como a las tres de la madrugada.

Plomo en el Fuerte

El 12 salí a la calle temprano; ahora sí encontré en la plaza a unos cuantos panas. Uno de ellos, ingeniero y camarada, se me acercó para hablarme de su pesismismo: “Esto está caído, Jhonny, esto no tiene vuelta atrás”. Le dije: “¿Cómo que no tiene vuelta atrás? Nosotros no podemos estar escondidos, tenemos que estar en la calle”. Meses después me encontré a ese mismo amigo y se acordó de esta conversación. Me dijo: “Compa, yo me sentía derrotado, yo pensé que esos tipos ya estaban montados y no iban a aflojar el poder, pero cuando lo vi a usted ahí firme en esa silla de ruedas y además con un yeso en la pierna, me dio mucho ánimo, usted me levantó la moral”.

Por supuesto, yo en aquel momento no creía que el hombre iba a regresar, pero sí estaba seguro de que había que hacer presencia en la calle, meterle candela a lo que fuera, hacer ingobernable el país si era necesario. Nunca me pasó por la mente rendirme y quedarme tranquilo.

De ahí de la plaza nos fuimos un grupo grande para la entrada de la Panamericana, con la intención de movernos hacia el Fuerte Tiuna. Algunos compatriotas que no me conocían me dijeron “Mire maestro, usted mejor se queda, eso va se va a poner feo por allá”. Les dije “No, yo no me quedo aquí, yo me voy con ustedes”. Nos lanzamos por toda la autopista, y cuando vamos llegando al Fuerte empezaron a caernos a plomo. No vimos de dónde venían los disparos, pero escuchamos las detonaciones y hubo que replegarse. Un motorizado que pasó cerca me dijo que me agarrara de la parrilla y me remolcó de regreso a El Valle.

En la plaza me encontré con otros compatriotas de la parroquia, algunos conocidos y otros no, pero en todo caso eran del barrio, de los cerros, tratando de organizar algo. A la mayoría de esos camaradas que conocí ahí no los he vuelto a ver más nunca. A quien sí no vi en esos días por ahí fue a ningún dirigente partidista, ni a concejales ni nada. A lo mejor ellos estaban en otra parte resistiendo, pero a mí me dio la impresión de que estaban desaparecidos, escondidos.

Me fui a la casa en la tarde para comer algo, y estaba en eso cuando se me aparece ahí un camarada del estado Yaracuy. Le pregunté cómo se había venido. “No importa”, me respondió el pana, “Me vine porque aquí va a haber coñazos y yo quiero estar presente”. Comimos y salimos a la plaza de El Valle. Cuando llegamos había un gentío impresionante, la plaza estaba llena. Escuché que la gente había intentado otra vez llegar al Fuerte Tiuna, y me fui para allá, remolcado otra vez por un motorizado a quien le pedí la cola. Estando allá me subieron hasta la entrada principal del Fuerte y ahí había otro gentío más. Eran como las seis de la tarde. Yo vi cuando salió el general García Carneiro y a todos nos volvió el alma al cuerpo, porque ya teníamos más o menos idea de cuál era la situación. Otro motorizado amigo me trajo hasta la casa (en esos dos días aprendí a andar de parrillero con la silla de ruedas), ya con noticias positivas. Era casi un hecho que a Chávez lo iban a rescatar pronto.

El 13 salí otra vez por allí mismo, por la zona. Me enteré de que había mucho movimiento en el centro y en Miraflores, pero ese día tomé le decisión de quedarme en El Valle, donde de todas formas había una masa impresionante. Me llamó la atención que hubiera caravanas de carros y camionetas arrechísimas, caravanas de apoyo al Gobierno constitucional, yo no me imaginaba que hubiera tantos chavistas en la clase media.

***

El resto de la jornada, ya en la noche, el regreso y el discurso en la madrugada, los vi por televisión.

Yo me siento satisfecho con lo que hice, que además era el único aporte que podía hacer dada mi discapacidad, la lesión y el yeso que tenía. Hacer presencia en la calle y estar junto al pueblo, eso era lo que debía hacer y fue lo que hice. Si me hubiera tocado agarrar un fusil para defender esto lo hubiera hecho. Con el tiempo me han caído muchos amigos, además del ingeniero, a decirme que mi presencia ahí les levantó la moral. Yo he visto después a muchos dirigentes lanzándose sus discursos, hablando de la entereza del revolucionario, y me pongo a pensar. Porque cuando yo los vi en aquellos días estaban deprimidos.

De todos modos me siento satisfecho, porque si mi misión era haber servido para levantarle el ánimo a un grupo de compatriotas entonces creo que la cumplí.


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Testimonio de Marcela y Gloria, las hijas de Margarita (ama de casa. Barquisimeto)

La herencia


Desde la madrugada del 12 de abril, Margarita entró en crisis. Empezó a hablar sola de su angustia y los demás no decían nada, aquello parecía un velorio. “Qué voy a hacer yo en esta vida, se llevaron al único hombre que nos había querido”. Las hijas estaban preocupadas; Margarita tenía más de 60 años y se veía muy mal. Le daban guarapos de tilo, de manzanilla, gotas de valeriana, para tranquilizarla. Ella seguía discurseando: “Lo mío con Chávez no es por plata, yo siempre he trabajado y nunca he necesitado nada de los gobiernos. Tampoco es político porque a mí no me gusta la política. Esto es una cosa del corazón, yo lo quiero y él me quiere”.

Así estuvo todo el día.

La mañana del 13 se levantó, se bañó, se vistió y llamó a las hijas:

--Aquí están los documentos de la casa, y esta carta autorizando el retiro de los ahorros, que es lo único que tengo. Usted-, --le dijo a la mayor-, cuide a su hermana y pórtese bien. Yo voy a juntarme con la gente, para donde digan que vamos yo voy. Hasta que no aparezca el hombre no vuelvo, y si me metan presa o me matan no importa.


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Argenis (pistolero. La Victoria, Aragua)

Un pistolero

Yo sí soy pistolero. Yo sí soy choro. Y he sido chavista toda la vida. Bueno, en el 88 voté por Carlos Andrés porque ¿qué más iba a hacer, si todos esos candidatos eran unos chigüires igualitos y ninguno servía? Eso sí, después de Carlos Andrés no volví a votar más hasta que apareció Chávez. Por eso te digo que siempre he sido chavista, aquello de votar por El Gocho fue una equivocación de muchacho.

El día ese que me enteré del golpe y que al hombre lo tumbaron dije “Nada, caballero, hay que estar es en Caracas defendiendo y representando, porque la acción buena va a ser allá”. Hay unos panas en Chapellín que seguro estaban metidos en la candela, pensé entonces irme hasta allá y salir al entrompe. Yo vivo en La Victoria. Cuando vi que se estaba montando un tipo todo raro ahí y él dizque era el nuevo Presidente, agarré la nueve milímetros que tenía en la casa, la metí en un koala y me lancé para allá: yo sí soy pistolero. Eso lo sabe todo el mundo.

No le dije a nadie en la casa pero sí les dije a los muchachos allá en la zona: “Me voy para Caracas a rescatar a mi Presidente”. Lo dije a ver quién se iba conmigo pero ninguno me hizo caso y tuve que irme solo. Y yo prefiero andar solo, caballero. Uno no puede andar con unos tipos que se pueden caer por ahí porque estorban, y uno les puede estorbar también. Porque a uno a veces le toca caerse.

Fui a coger un autobús para irme a Caracas y me encontré con que no había transporte. Había un gentío que quería viajar también y qué va, todo el mundo se quedó varado. Como a las dos horas se aparece un tipo gritando que está cobrando diez mil para Caracas en una buseta, un gentío se le fue atrás para agarrar la buseta que estaba parada como a dos cuadras, y ahí nos fuimos. Ahí se montaron como cien personas y aquella mierda olía a gasolina, pero así mismo arrancamos.

Me senté en uno de los puestos de atrás. Como el carro estaba full y había varias señoras paradas un tipo me empezó a decir que le diera el puesto a una de ellas. Le dije “¿Por qué?”, y empezamos a discutir. Estuve a punto de sacar la bicha para que se callara, menos mal que otro señor que iba delante le dio el puesto a la mujer y el sapo ese me dejó tranquilo. Yo soy pistolero, mi hermano. A mí ese gafo no me iba a malandrear.

A mitad de la carretera sonó como un coñazo en la parte de atrás y la buseta se coleó. El chofer se paró a ver qué vaina era y nos dijo que teníamos que bajarnos, porque se le había partido algo atrás y se le salió una rueda. Todo el mundo a echar pedal por esa carretera, caballero. Menos mal que estábamos cerca de la entrada de Tejerías. Me acordé que allá arriba en Los Teques vive un pana. Ya era casi de noche y es más fácil llegar primero a Los Teques que encontrar carro para Caracas a esa hora. Me lancé a pie hasta la subida y me puse a esperar ahí. Una doña que iba pasando me dijo: “No se meta por ahí a pie, mijo, mire que por aquí están atracando mucho”. Le dije “Tranquila, señora, ellos son los que tienen que andar mosca, ojalá se les ocurriera venir a atracarme, porque necesito real”. ¿Cómo iban a hacer para atracarme? No, señor, eso no es así. Nadie va a venir a atracarme en el monte. Acuérdate que yo soy pistolero.

Estuve esperando como una hora que pasara un autobús o una camioneta en esa parada, y nada que pasaba. Empecé a pedir cola. Cuando por fin se paró alguien, un hombre en una pick-up, me dijo que no llegaba a Los Teques pero podía echarme un empujón hasta más arriba. Me monté en la camioneta y el hombre me llevó hasta un sitio donde él decía que pasaban unas camionetas, o si no podía pedir otra cola. Le di las gracias y me puse a esperar otra vez que alguien me llevara a Los Teques. Empezó a pegar un frío burda de malasangre, y yo lo que tenía era una camisa. Yo soy pistolero pero coño, yo estoy acostumbrado es al calorcito de La Victoria. Como una hora más estuve ahí, pasó una camioneta llena de gente y se paró cuando le hice señas. Esa sí me llevó hasta Los Teques, porque iba para San Antonio.

Le caí al pana ahí en Los Teques y me dijo que no se podía bajar a Caracas porque habían trancado la autopista. Me dijo que me quedara ahí durmiendo y que al otro día me acompañaba a Caracas. Este pana no es pistolero, pero me dijo que si iba para allá me acompañaba. Fuimos a comprar unas cervezas por ahí cerca y nos pusimos a hablar.

Estuvimos en su casa hablando un rato largo, y de repente yo me empiezo a dar cuenta de que el amigo me empieza a hablar mal de Chávez, que bien hecho que lo tumbaron, que le había dado órdenes al ejército para que matara a lo que se moviera en la calle. Me empezó a dar arrechera. Yo quería dormir en esa casa tranquilo y arrancar al otro día para Caracas. Pero no aguanté y me puse a discutir con el pana porque se había vuelto escuálido, él me decía “No, no es que yo sea escuálido, es que el hombre ya se entregó y se va a quedar es preso”. Me contó que en el Puente Llaguno había unos pistoleros disparando y que los habían agarrado a toditos. Yo dije, “No, pistolero soy yo. Yo sí”. Por último quedamos en que de todos modos él me acompañaba al otro día.

Estuvimos hablando paja un rato más y tomándonos las cervezas. Se nos acabaron las cervezas; fuimos a comprar como cinco más para cada uno y después nos fuimos a dormir.

Me levanté y empecé a llamar al pana para que se despertara y nos fuéramos. El hombre se paró todo encandilado y me dijo “Yo me voy a acostar otro rato, todavía es muy temprano”. Yo no sé si era temprano pero como todavía me estaba pegando el frío me acosté también y me dormí otra vez. Me vuelvo a levantar y me encuentro con que el pana salió de la casa. Me puse a esperarlo un rato, pero sentí que se me estaba haciendo tarde y entonces bajé hasta la plaza para agarrar un autobús que me llevara a Caracas. Llego al sitio donde se agarran los autobuses y cuando vengo a ver son las cinco de la tarde. Me como unas empanadas ahí mismo en la plaza y cuando voy a pagar veo que no me queda mucho. Pensé: “¿Y si llego a Caracas y no encuentro a los bichos en Los Manolos?”. Pensé en devolverme a casa del pana pero me acordé de la discusión que tuvimos porque el hombre se metió a escuálido, y preferí no ir más para allá.

Me monté en el autobús y llegué a Caracas, caminé desde Plaza Venezuela hasta Chapellín y ahí estaban los bichos, curdos toditos, dizque celebrando porque Chávez había regresado. Eran como las siete. Les dije “Déjense de esa paja, hay que ir a caerse a plomo con esos tipos”. Ellos me decían que ya los habían tumbado otra vez y me convenció para que nos tomáramos una botella de ron que tenían ahí y yo dije “Qué más vamos a hacer”, y empecé a beber. Yo soy pistolero, pero me gusta mucho caerme a palos también. La curda de esa noche fue brava.

Al otro día fue cuando pude ver por televisión que era verdad, que Chávez había regresado. Me regresé para Maracay. Cuando llegué a la zona lo primero que les dije a los panas fue: “¿No les dije, que me iba para Caracas a rescatar a Chávez?”.



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Jesús Arteaga (luchador social, Catia, Caracas)

Esperanza por todas partes (I)

Estuve presente el 11 de abril en el puente Llaguno. Viví de cerca la euforia de la defensa, la confusión de los disparos que primero no venían de ninguna parte y después venían de “La Ballena”, la sensación de derrota y el despecho al final. Porque la tristeza fue eso, un golpe duro como el de los desengaños.

La noche del 11 me dediqué a rumiar toda esa mierda, a tratar de organizar las ideas. La madrugada del 12 ya no pude organizar ideas ni nada porque en las pantallas apareció Lucas Rincón y su famoso “la cual aceptó”. Y más tarde, ya al amanecer, un programa infame con Patricia Poleo y Mary Montes, cada una más fascista que la otra, celebrando el secuestro del Presidente. Montes le pregunta a la Poleo qué era lo mejor de la caída de Chávez. “Para mí lo mejor es que Vladimir Villegas ya no va a ser embajador en Brasil”. Y le pregunta a su vez a la otra qué es lo que le parece mejor. Mary Montes, que para ese momento está embarazada, le responde: “Lo mejor para mí es que mi hija va a nacer en libertad”.

Tuve que apagar el radio e irme a acostar. Gaby, mi mujer, también tenía cinco meses de embarazo.

***

Ese mismo día, al final de la tarde, en parte por esa sensación espantosa de desconsuelo, y en parte porque Venevisión repetía a cada rato una escena del puente Llaguno en la que yo aparezco caminando y ya había comenzado la represión, decidí irme con Gaby y un pana para el bulevar de Macuto. Fuimos en el carro de este amigo, un carrito marca Skoda, checoslovaco para más señas. Accidentarse con este carro era quedarse varado para siempre, porque no se conseguían repuestos. La compañía que produjo esos carros ya no existía y tampoco el país: Checoslovaquia sacó al mercado estos carros en 1989 y pocos meses después cambió de sistema y se desintegró. Pero era el vehículo que había. Como para que no le faltara exotismo a la vaina.

Una guarapa y el atardecer en la playa siempre ayudan a tener la cabeza más fresca, y había que tenerla porque se avecinaba una temporada larga de resistencia y tal vez de clandestinidad; eso era lo que pensábamos. Bajamos al litoral con ese fin, despejarnos y hacer algún balance. De pronto vimos hacia el malecón y vimos a dos parejas abrazándose. Los abrazos empezaron a subir de temperatura y a los pocos minutos aquello eran dos parejas copulando al aire libre, una en las piedras y la otra abajo, en el agua. Un hombre se detuvo a mirar la escena; no había pasado medio minuto cuando el hombre hizo un gesto de indiferencia, echó el resto de la cerveza que se estaba tomando en la arena y se alejó.

De repente nos empiezan a llegar reportes por teléfono: un cacerolazo tremendo contra la dictadura de Carmona en Catia, noticias de que había protestas fuertes en Caracas. Mi hermano me puso al teléfono el alboroto y esto nos dio algo de ánimo. Decidimos regresar para ver qué se hacía, pero antes de llegar al peaje en la entrada de la autopista nos encontramos con que estaba cerrado el paso. Casi una hora estuvimos ahí parados. Alguien pasó y dijo que los habitantes de la carretera vieja habían trancado la autopista en un acto de protesta contra el gobierno de facto. Entonces decidí comenzar a agitar, a repetirle eso mismo a todo el que pasaba, la que estaba alrededor. Les decía: “Se alzó el pueblo, compañero, están pidiendo que devuelvan al Presidente”. Esto lo decía sin tener noticias exactas, pero sin darme cuenta acerté, eso era lo que estaba pasando.

Nos devolvimos para caerle a Caracas por El Junquito, para lo cual había que irse por Catia La Mar, rodar hasta el club Oricao y subir por Carayaca; era un recorrido de poco más de dos horas. Noticia preocupante debido al Skoda. Pero no había otra. En estas cosas iba pensando al pasar por Catia La Mar y encontrarnos con una pequeña marcha de puras mujeres. El litoral también empezaba a agitarse.

En teoría, la carretera para llegar a Caracas por esa vía es una sola y no hay pérdida posible. Antes de llegar a Carayaca, sin embargo, nos encontramos con una encrucijada. Había dos letreros oxidados y agujereados a plomo, uno debajo del otro.

El de arriba apuntaba hacia la izquierda y decía: “Esperanza”.

El de abajo apuntaba hacia abajo y a la derecha, y decía: “Esperanza”.

No había escapatoria: estábamos condenados a un desenlace feliz.


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JRD – Compilador de estos testimonios

Esperanza por todas partes (II)

Tomo el testigo de manos del compa Jesús Arteaga y continúo: el Skoda nos llevó de regreso a Caracas sin contratiempos. Una vez en la ciudad le dimos y nos dimos un descanso. Medimos el aceite del motor y nos encontramos con que le faltaban tres litros. Los checos y eslovacos quizá nunca se enterarán de esta proeza. Esa noche pernoctamos en Los Chaguaramos.

El sábado 13, día crucial, nos dirigimos en la mañana al Ateneo, donde el periodista Freddy Fernández esperaba a los demás asistentes a una reunión de periodistas fijada para esa hora y ese lugar. Alguien se dio cuenta a tiempo de que reunirse en descampado no era una buena decisión, y se fijó el encuentro para más tarde en Parque Central. Gabriela empezaba a quejarse y no era de gratis; lo mejor era llevarla a ella y a su barriga, llena de cinco meses de Camila, para su casa en La Pastora. Hubiera sido la decisión más sensata si para llegar a La Pastora no hubiera que atravesar una ciudad convulsa, pero a esas horas no había forma de saber qué percances habrían de desatarse en el camino. Subimos por la avenida Urdaneta; justo después de pasar la plaza vemos venir en sentido contrario, a paso veloz y con una extraña sonrisa (extraña por el momento que suponíamos depresivo para todos los nuestros) a un compañero de la Universidad, Freddy Castellanos. Nos saludó con un movimiento de cabeza pero sin detenerse. Apenas unos segundos después entendimos o empezamos a entender qué cosa lo divertía.

Por esos años, y un poco antes, Venevisión transmitía una promoción de sus programas en la cual podía verse a un tigre corriendo en línea recta de derecha a izquierda; tras él, un rastro de fuego se levantaba hasta incendiar toda la pantalla. Esa fue la sensación que me dejó la carrera de Freddy y lo que se produjo después: el agite, el nerviosismo, el desconcierto ciudadano, el estruendo de las santamarías y los gritos de “¡Saqueo!”. Fueron muchos años de entrenamiento para la agitación y el movimiento de multitudes; Freddy y muchos más saben cómo dejar un rastro de candela con sólo un galope y unos gritos. En esas mismas faenas vimos a otro hombre, quien no venía riéndose sino creando el caos con una voz poderosa.

Cruzamos hacia la calle lateral del edificio El Universal, buscando la avenida Universidad. Rodamos entre el tráfico hasta el Palacio Federal Legislativo; allí volvió a pasar el sujeto de la avenida Urdaneta, gritando exactamente las mismas palabras incendiarias y corriendo en zigzag con la misma ferocidad. Caracas volvía a ponerse tensa, sabrosa.

***

Subimos hacia el 23 de Enero con el fin de hacer un toque de control en mi casa antes de dejar a Gabriela en La Pastora. En Monte Piedad, frente al bloque 1, tuvimos la exacta dimensión de lo que estaba ocurriendo. Existe allí una meseta desde la cual se domina la avenida Sucre y el metro de Agua Salud, así como la parte baja del barrio Sucre. Como en los años duros de la guerrilla urbana, y luego, en los candelosos ’70, la PM disparaba desde la avenida hacia arriba. La belleza de la escena residía en la actitud de las mujeres, viejas amas de casa que yo me empeño en recordar vestidas con batas de estar en el hogar, respondiéndole a los disparos con piedras y botellas. Alrededor de ellas, varios muchachos se aprestaban a respaldarlas con plomo, que bastante de eso han disparado también los habitantes del Veintitrés, durante toda su historia, contra las fuerzas “del orden”. Jesús se bajó del carro para buscar a un amigo a quien identificó, y a mitad de camino tuvo que devolverse junto con varios que se replegaron, porque comenzó un cañoneo más intenso que los anteriores. Mi hazaña de la tarde fue haber hecho retroceder el Skoda a 80 por hora, sin voltear a mirar la calle y sin esperar a Jesús. Gabriela ejecutó un acto de contorsionismo en el asiento trasero y quedó pegada del piso. Jamás he vuelto a ver embarazada tan flexible.

Dejamos finalmente a la Gabriela en La Pastora, Jesús y yo nos aprovisionamos con alimentos para varios días (dos naranjas y media canilla de pan), una cámara de esas prehistóricas que usan película en lugar de chips electrónicos, y salimos a ver qué cosas ardían en Catia. En el hospital de Lídice, adonde acudimos en busca de un amigo que, según lenguas varias, había ingresado allí, encontramos a uno de los muchachos que disparaban desde el bloque 1 con un tiro en el abdomen. Se veía sereno, animado y con ganas de sobrevivir. Del otro compatriota, ni noticias.

Dejamos el Skoda momentáneamente estacionado en la avenida Sucre, a una cuadra de la pasarela de Agua Salud, y nos acercamos justo para ver, a 15 metros de distancia, la confrontación entre los ocupantes de una patrulla de la Metropolitana y un grupo de muchachos que respondían la arremetida desde la pasarela. Piedra contra plomo: la tradicional estructura de los combates del pueblo contra la represión. La patrulla tuvo que retirarse, no sin antes recibir el ataque solitario de un espontáneo que les arrojó una rama al pasar, sin temor a una contraofensiva que de todas formas no se produjo. Unas horas atrás yo le había dicho al compa Jesús que aquello lo estaba enfrentando con ojo de periodista, y el pana lo interpretó como una negación de mi condición de pueblo. Así que, a la vista de aquel acto heroico del atacante solitario, me preguntó: “¿Todavía estás en actitud de periodista o ya te volviste pueblo?”. Creo que lo mandé a lavarse el paltó.

Por iniciativa de Jesús, procedimos a armar una barricada con los materiales de una alcantarilla vacía, y a minar la vía pública con unos “miguelitos” gigantes, unas cabillas dobladas y apuntando al cielo para evitar el avance de los vehículos.

Estábamos en eso cuando se acercó el primer comunicador popular que vi en aquellas jornadas: un hombre con un montón de papeles multigrafiados con invitaciones a la resistencia y a no reconocer el gobierno de Carmona, repartiéndolos uno a uno entre la gente con quien se iba topando. Le pedimos varios volantes, y respondió que no; había mucha vía que recorrer. Despilfarrar este importante material de guerra era un error grave. Lamenté mucho, después, no haber conservado ese hermoso papel, manchado de tinta y torpemente impreso, seguramente en un multígrafo y un esténcil del siglo anterior.

***

Poco después éramos testigos de la asamblea urgente de una multitud que bajó desde el 23 de Enero hasta la avenida: había un grupo que convocaba a la concentración a irse a Miraflores, y otros que invitaban más bien a esperar. La aparición, desde el oeste de Catia, de una multitud que avanzaba al encuentro de estos grupos, decidió la balanza a favor de los primeros. Nosotros, ignorantes de la situación en el resto del país, lo consideramos una temeridad sin sentido. Nada sabíamos a de la rebeldía de Baduel, nada de los informes que hablaban de la captura y prisión del seudoPresidente Carmona; ninguna noticia teníamos de que esta reacción de pueblo en la que estábamos metidos era apenas una entre las que hervían por todo el país. Un caso curioso: estábamos tan cerca de la Revolución que no la vimos pasar; nos encontrábamos rodeados de árboles y no veíamos el bosque.

Camino a Miraflores, nos pasó por un lado una vieja con la ropa devastada, portando un afiche de Chávez más devastado que sus ropas. A su lado, un niño de voz chillona gritaba el nombre del Presidente que en otras ocasiones hubiera causado risa. El problema es que aquella gente iba directo a Miraflores, palacio que nuestra mente desinformada se imaginaba repleta de militares leales al plutócrata recién coronado el día anterior. Nunca antes había tenido exacta noción de eso que llaman “dejarse arrastrar”; yo caminé hacia Miraflores porque la masa en pleno caminaba hacia allá, no porque el sentido común me indicara que esa era la táctica correcta. Al acercarnos vimos las garitas erizadas de cañones de fusiles; a Jesús no se le ocurrió mejor consuelo que recordar en voz alta la escena de la masacre de Macondo: el torbellino humano, la metralla y los trenes hasta el ojo de cadáveres.

Pero llegamos y fue la apoteosis: los soldados saludaban, se dejaban interrogar. Abordamos a uno que iba armado con pistola, fusil y lanzagranadas, en plan provocador: “¿Y ustedes van a obedecer órdenes de ese tipo que no se parece a ustedes?”. El muchacho respondió: “Mire, maestro, quédese tranquilo que nosotros sabemos cómo es todo. Al Presidente lo traen vivo o nos sacan muertos de aquí”. Sólo entonces comencé a creer, después de tanto rumor, que Chávez sí iba a ser reinstalado en la presidencia. Porque era para no creerlo.

Más tarde, la escena de afiche soviético: los soldados alzando banderas y fusiles desde el techo de la casa militar.

***

Dos o tres episodios dignos de recordación se produjeron luego frente a mis ojos: la retoma pacífica de la alcaldía del municipio Libertador. Varios funcionarios, entre ellos Iván Martínez y Oscar Acosta, convencieron sin violencia alguna a los Metropolitanos que permanecían en el palacio municipal de firmar un acta de entrega de las llaves y desalojo de las instalaciones. Me las arreglé para estar presente en la curiosa escena luego de mostrar un viejo carnet de El Nacional para que se me permitiera estar allí en calidad de periodista y testigo. Subí al despacho del alcalde, que estaba desierto, y realicé unas llamadas desde el teléfono oficial, una de ellas a los compatriotas que estaban abajo.

Siempre el niño se las arregla para salir a la superficie en estos momentos: me llevé el teléfono al balcón desde donde el pueblo obligó al Capitán General Vicente Emparan a renunciar, 192 años atrás, y saludé a los panas sin que ningún Cortés de Madariaga estuviera haciendo señas desde mis espaldas.

De regreso al presente histórico, subí hacia la esquina de Principal justo para ver una agresión de la Metropolitana al pueblo agolpado afuera. La Alcaldía Mayor estaba en ese entonces en poder de la reacción. La balacera nos sorprendió justo en esa esquina; fuimos a Miraflores en busca de refuerzos pero no había intención alguna de tomar por la fuerza una instancia que, de todas formas iba a pasar a manos del pueblo en las elecciones siguientes.

Lo dicho en sendos títulos: intuición histórica y esperanza por todas partes. El pueblo sabe cuándo hacerlo por las buenas y cuándo hacerlo por las malas.

El pueblo a la vanguardia;

los dirigentes a la espera

Una de las cosas que más me impresionaban era el despecho generalizado después del triunfo del golpe de Estado. A muchos les dio por caerse a palos. Los alrededores de Miraflores amanecieron llenos de borrachos. No me acuerdo si me dio risa o qué, pero no lo podía creer. En la mañana, al día siguiente después de un golpe de estado, había un poco de tipos durmiendo ahí en la acera.

Después de estar en la avenida Baralt y frente a Miraflores el 11 de abril convine con unos camaradas en irnos a Los Magallanes, la zona donde yo vivo. Estábamos ahí preparándonos para acudir a una reunión que habíamos acordado para realizarla en la estación del metro de Los símbolos. Eran las 9 de la mañana y uno percibía una situación muy extraña, todo el mundo estaba como deprimido y había un silencio pesado en la calle. En una de esas viene un vecino nuestro, un señor como de 60 años, levanta la voz y comienza a decir: “Volverá, volverá, esos son unos coñoemadres, Chávez volverá”. Nadie le respondió. De pronto me vio y se me echó en el hombro a llorar. Me impresionó mucho, ver a ese hombre en ese estado. El fue la primera persona a quien oí decir que Chávez regresaba.

Salí buscando la vía de la Universidad junto con un compatriota, Adolfo. Cuando vamos por la avenida Lecuna, frente a la plaza Miranda, vemos que hay varios focos de protestas. La Metropolitana corría a reprimir a un grupo y poco después tenía que devolverse a sofocar a otro que se levantaba al otro lado de la calle. En un momento en que hay unos policías montando a coñazos a una gente en una patrulla, se les acerca un hombre que tendría menos de cuarenta años, a insultar a los pacos: “Sucios, malditos, traidores, cómo van a apoyar esta dictadura”, les gritaba, desafiándolos así con el pecho al aire. Uno de los policías se separó del grupo, se le acercó al tipo y lo asesinó a sangre fría de un escopetazo, allí frente a nosotros y delante de un gentío más. La patrulla arrancó, nosotros dimos una vuelta y nos detuvimos a averiguar qué más había pasado.

Era una escena muy fuerte, porque no tardó en llegar la esposa de aquel hombre y se arrodilló a llorar junto al cuerpo.

Después de eso vinieron nuestras reuniones, la articulación con los grupos organizados en los barrios. Creímos conveniente cuidarnos porque había esa situación de represión, esperar a articularnos con otros grupos para decidir qué íbamos a hacer. La situación era de incertidumbre, de muy bajo perfil para nosotros. Y yo siempre me pongo a pensar en esto: mientras nosotros, yo creo que todos los militantes y activistas políticos, andábamos con esta cautela, la gente de a pie, eso que llamamos pueblo, ya había tomado la iniciativa. Esto, a pesar de que el enemigo todavía tenía el control de la situación.

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(Carlos Ceballos, periodista):

El pueblo a la vanguardia;
los dirigentes a la espera



Una de las cosas que más me impresionaban era el despecho generalizado de la gente después de la caída de Chávez. A muchos les dio por caerse a palos. Los alrededores de Miraflores amanecieron llenos de borrachos. No me acuerdo si me dio risa o qué, pero no lo podía creer. En la mañana, al día siguiente después de un golpe de Estado, había un poco de tipos durmiendo ahí en la acera.
Después de estar en la avenida Baralt y frente a Miraflores el 11 de abril convine con unos camaradas en irnos a Los Magallanes, la zona donde yo vivo. Estábamos ahí preparándonos para acudir a una reunión que habíamos acordado para realizarla en la estación del metro de Los símbolos. Eran las 9 de la mañana y uno percibía una situación muy extraña, todo el mundo estaba como deprimido y había un silencio pesado en la calle. En una de esas viene un vecino nuestro, un señor como de 60 años, levanta la voz y comienza a decir: “Volverá, volverá, esos son unos coñoemadres, Chávez volverá”. Nadie le respondió. De pronto me vio y se me echó en el hombro a llorar. Me impresionó mucho, ver a ese hombre en ese estado. El fue la primera persona a quien oí decir que Chávez regresaba.
Salí buscando la vía de la Universidad junto con un compatriota, Adolfo. Cuando vamos por la avenida Lecuna, frente a la plaza Miranda, vemos que hay varios focos de protestas. La Metropolitana corría a reprimir a un grupo y poco después tenía que devolverse a sofocar a otro que se levantaba al otro lado de la calle. En un momento en que hay unos policías montando a coñazos a una gente en una patrulla, se les acerca un hombre que tendría menos de cuarenta años, a insultar a los pacos: “Sucios, malditos, traidores, cómo van a apoyar esta dictadura”, les gritaba, desafiándolos así con el pecho al aire. Uno de los policías se separó del grupo, se le acercó al tipo y lo asesinó a sangre fría de un escopetazo, allí frente a nosotros y delante de un gentío más. La patrulla arrancó, nosotros dimos una vuelta y nos detuvimos a conversar con la gente.
Era una escena muy fuerte, porque no tardó en llegar la esposa de aquel hombre y se arrodilló a llorar junto al cuerpo.
Después de eso vinieron nuestras reuniones, la articulación con la gente organizada en los barrios. Creímos conveniente cuidarnos porque había esa situación de represión, esperar a articularnos con otros grupos para decidir qué íbamos a hacer. La situación era de incertidumbre, de muy bajo perfil para nosotros. Y yo siempre me pongo a pensar en esto: mientras nosotros, yo creo que todos los militantes y activistas políticos, andábamos con esta cautela, la gente de a pie, eso que llamamos pueblo, ya había tomado la iniciativa. Esto, a pesar de que el enemigo todavía tenía el control de la situación.

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Jesús Paiva (comerciante, Acarigua)

País decente o muerte

Cuando Jesús se enteró de que el Presidente no había renunciado sino que lo tenían secuestrado saltó del chinchorro, se metió en el cuarto, se puso la camisa y los zapatos, se medio peinó y cuando iba para la calle la mujer le preguntó para dónde iba.

--Pal cuartel-, respondió.

--¿Tú estás loco? ¿Estás buscando que te maten?

--No importa.

--Ajá, ¿y vas a dejar a esos muchachos abandonados, sin nada?

--Por eso es que me voy. Sin Chávez no regresa ¿en qué país van a vivir los muchachos? ¿En el mismo de nuestras miserias?


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Ramón Sánchez (educador, 23 de Enero, Caracas)

Los niños de la nueva patria

Día 11: estuve a la expectativa con mis compañeros de trabajo, en la sede del IPASME de la avenida Victoria. Uno de ellos, Roger Bastardo, estaba ansioso y con ganas de salir para el centro de Caracas (Roger es un compatriota muy voluntarioso). Decidimos esperar a que se aclarara la situación. A las 3:30 de la tarde decidimos salir para allá en dos automóviles, aunque la situación en vez de aclararse se enturbiaba.

Salimos por la avenida Victoria dispuestos a tomar la Nueva Granada y luego la Urdaneta, pero la Metropolitana no permitía el paso hacia allá desde la Roca Tarpeya. Nos devolvimos buscando El Peaje, subimos por la Cota Mil y salimos por la redoma de La India para buscar la avenida Morán, el 23 de Enero y la avenida Sucre. Miraflores nunca nos había quedado tan lejos. Ahí estuvimos hasta las 8 de la noche, después de ver la cantidad de heridos que llegaban a los jardines de la Casa Militar, y cuando estaba claro que ya no se podía hacer nada.

Me fui a mi casa en el 23 de Enero y armé allí una especie de sala situacional: me alcé con cuatro televisores y cada uno lo puse en un canal distinto.

Al día siguiente empiezo a hacer y recibir llamadas; una de ellas era de una vecina, La Negra Herrera, militante de izquierda de toda la vida. Fue ella la primera en decirme que había focos de protesta por todas partes y que era necesario hacer lo mismo con los que estuvieran disponibles, ahí en la parroquia. Me habló de concentraciones en la 42 Brigada de Paracaidistas y en Fuerte Tiuna. La amiga estaba contándome esto cuando veo al general Damiani por televisión, diciendo lo siguiente, palabras más, palabras menos: “A los Tupamaros ya los tenemos ubicados en el 23 de Enero. Ya sabemos dónde están, vamos por ellos”. Empaté las dos cosas que estaba escuchando y dije “Bueno, ahora toca resistir. Si vienen por nosotros, aquí los vamos a esperar”.

Poco después recibí otra llamada: era el mayor Pedro Quiaro, quien vivió allí en el bloque durante años y que se hizo famoso por ser él quien conducía el tanque de guerra que intentaba entrar por la puerta de Miraflores en la acción del 4 de febrero de 1992. Me dijo: “Camarada, ponga alerta a todo el mundo ahí en la zona, ubique a todos los compatriotas que pueda, el comandante no ha renunciado. Existe el riesgo de que lo quieran asesinar”. Puse sobre aviso a todo el que pude y me dirigí a la avenida Sucre, donde la gente de Catia y de aquí mismo del 23 estaba resistiendo, enfrentándose a plomo con la Metropolitana.

El día 13 me fui para Miraflores con varios compañeros del bloque, y el regreso del 14 en la madrugada lo vi por televisión, después de aquellas jornadas agotadoras.

Ese mismo día, 14 de abril, mi hijo Rómulo cumplió siete años, y le hicimos la mejor celebración que hemos hecho en cumpleaños alguno. La casa se llenó de amigos y se desbordó por el pasillo; había como 60 niños y 20 adultos.

Yo le dije a todo el mundo, y todavía lo creo así, que aquel no fue un cumpleaños normal sino la celebración de los niños de la nueva patria.